CUENTO
Jorge Jiménez Gómez
El
domingo me mudé. La casa tenía tres pisos y mi habitación quedaba en el
segundo, lo que se complicó pues la casera, una señora sesentona de sonrisa
diligente y perenne medioluto, se empeñaba en decir que eran cuatro y que yo
viviría en el tercero. Cuando llegué me invitó a un café que nos tomamos en la
salita de la planta baja —que ella identificaba como “primer piso”— y, después
de revisar mis referencias y hablarme de las condiciones del alquiler, me
preguntó si quería pasar al “tercer piso” —el segundo, en realidad— a ver la
habitación.
Atravesamos
unas cortinas al fondo de la salita y empezamos a subir las escaleras. Aunque
con buenos acabados —nada de ladrillos al descubierto o cableados reptando por
las paredes—, era fácil notar que todo desde el primer piso había sido añadido
a una construcción original que se limitaba al zaguán, la salita, la cocina,
tres habitaciones y un baño. Era una de esas casas humildes que en los años 70
compraba la gente humilde, y que años y necesidades hicieron crecer habitación
por habitación, como organismos vivos.
Al
llegar al primer piso la señora me hizo pasar a un pequeño pasillo en forma de
ele. A la derecha, una habitación mantenía abierta su puerta. Un hombre maduro
y obeso dormía la siesta con el televisor encendido pero sin volumen. Algo en
mis ojos hizo que la señora se apresurara a aclararme que era el único
inquilino al que se le permitía algo así, y que por las noches cerraba su
puerta como es normal. Esperaba, me dijo, que no me molestara en ocasiones
tener que ver lo que hacía el inquilino en su habitación, pero asumí que estaba
siendo retórica y que en realidad debía pasar por alto ese detalle si quería
vivir allí.
La
señora abrió una puerta de hierro y subimos otras escaleras que, como supuse
cuando cruzamos el pasillo de abajo, no habían sido construidas paralelamente a
las anteriores. Ya en el segundo piso vi que las habitaciones estaban
dispuestas alrededor de un hueco central por el que podía verse toda la casa
excepto la planta baja, protegida por un techo que en su parte superior tenía
mesas, sillones y una rudimentaria cocina para quien la necesitara. Un espacio
para los inquilinos que a su vez estaba protegido por un techo sobre el tercer
piso, el cuarto según la señora, con grandes ventanales para recibir la luz del
sol y rejas para rechazar visitas indeseadas.
La
casa, entonces, era más grande de lo que podía uno figurarse desde la calle.
Ninguna de las habitaciones tenía salida directa hacia el espacio central, pues
todas estaban agazapadas a los lados de varios pasillos que atravesaban los
pisos, y que se conectaban a través de otros dos pasillos perpendiculares a los
otros. En el medio de cada tramo, un baño servía a los inquilinos de las dos
habitaciones que lo flanqueaban. Las puertas y los pasillos estaban
obscenamente limpios de detalles distintivos; a los inquilinos se les permitía
decorar el interior de las habitaciones a su gusto, pero los espacios comunes
eran intocables.
Era
la mejor habitación, aseguraba la señora mientras entraba con pasitos apurados
y miraba con disimulo que no hubiera alguna indeseable mota de polvo vagando
por allí. Y, aunque no le creí, me sentí agradecido de que la que sería mi
ventana me permitía ver la calle lateral, incluso a pesar de que la vista era
escandalosamente interrumpida por un enorme galpón industrial. Me imaginaba que
allí podría asomarme por las noches, después del trabajo y de la cena y de las
complicaciones cotidianas, fumarme un cigarrillo y pensar en nada hasta que
llegara el sueño.
Antes
de salir deseándome todo lo mejor, la señora me dejó un papelito con el número
de su celular y me indicó que podía enviarle mensajes hasta las diez de la
noche si se me presentaba algún problema. Cerró la puerta tras de sí y esperé
hasta que dejé de oír sus pasos en el exterior. Entonces saqué mi juego de
llaves y me puse a probar la cerradura para familiarizarme con ella y prevenir
cualquier problema que pudiera convertirse en una molestia más adelante.
Una
cama, una peinadora, un espejo, un armario de madera, una pequeña mesa y una
silla eran todo el mobiliario de la habitación. En la cama podría leer, fumar y
comer; la peinadora y el armario albergarían mis efectos personales; la mesa me
serviría de escritorio y la silla, de silla. No se necesita de mucho para una
vida tranquila. Una vida cómoda, en cambio, requería de inversiones y
estabilidades a las que no podía acceder.
Abrí
mi maleta en el suelo con la intención de desempacar pero el cansancio me
condujo casi de inmediato a la cama. Me recosté y rápidamente me sumergí en ese
estado intermedio entre el sueño y la vigilia. De cuando en cuando una puerta
se abría y se cerraba allá afuera, a lo lejos, y yo abría y cerraba mis ojos
sin saber si lo que éstos percibían era la habitación que acababa de alquilar o
una habitación diseñada por mi mente en esos arrabales por los que ésta suele
internarse cuando se la deja libre de la conciencia.
Eran
cerca de las nueve de la noche cuando me levanté, resuelto a darme un baño y
seguir durmiendo. No quería que se me hiciera más tarde dada la advertencia de
la señora de que sólo podía escribirle hasta las diez. Uno nunca sabe qué se va
a encontrar en un baño que no conoce. Incluso en los baños que uno conoce debe
entrar con ciertas precauciones.
Me
armé con mi paño y una bolsa en la que llevaba el jabón, el champú, el cepillo
y la pasta de dientes. Salí y cerré mi puerta con alguna dificultad a causa de
la escasa luz —y también, debo decirlo, de mis obsesiones particulares con las
llaves y el resguardo de mis pertenencias. Un resplandor por debajo de la
puerta del baño me dio a entender que estaba ocupado, así que me dispuse a
regresar a mi habitación. Pero entonces escuché que desde adentro daban la
vuelta al pasador, y la puerta se abrió.
Del
interior, secándose las orejas con un paño que juzgué demasiado pequeño para
cubrir sus gracias, salió una mujer desnuda. Me quedé paralizado sólo unos
centímetros delante de ella, mirándola por un rato que debió ser de varios
segundos, pues tuve tiempo de detallar sus tetas, su sexo y hasta los vellitos
amarillos de sus brazos encendidos por la luz del baño.
Tuvo
que darse cuenta de que yo estaba allí, pero me ignoró por completo. Pensé que
iba a decirme algo, disculparse por salir así o culparme por estar embobado
delante de su cuerpo húmedo y sin rostro, pero sólo siguió caminando hasta su
habitación, sin cubrirse. Lo último que vi de ella fueron sus nalgas generosas,
una grupa que se bamboleaba despreocupada con una impudicia que,
paradójicamente, advertía sobre la insensatez de poner una mano en ella sin
invitación.
El
lunes fui a trabajar como un zombi. Me había costado dormirme, y durante horas
estuve dando vueltas en la cama. Cada vez que uno se muda, los nuevos ambientes
se comportan como objetos extraños dentro de un organismo cuyos anticuerpos se
resisten a aceptarlos como propios. Por lo general nada es como uno espera: hay
puertas que rechinan, algún enchufe muerto, manchas sospechosas en los
rincones, vecinas que salen desnudas del baño.
Las
mujeres siempre son un problema. Cuando logras conectar con una tienes que
hacerte ciertas preguntas. Deseas que no esté casada, y si es soltera deseas
que no tenga algún embrollo que termine complicándolo todo. Deseas que no tenga
alguna enfermedad mental o física, pues las primeras te llevan a lidiar con
celos y acosos y las segundas, bueno, ya se sabe. Ellas también desearán cosas
de ti: que seas solvente, que seas divertido, que estés siempre dispuesto a
aceptarles sus manías aunque no tarden en condenarte por las tuyas. Hay toda
una serie de elaborados protocolos que atender y siempre hay alguno en el que
se falla. Una mujer que sale desnuda del baño produce una reacción bífida, a
medias tentación y a medias preventivo rechazo.
Varias
visitas a la cafetera terminaron en un comentario malintencionado de mi jefe. A
regañadientes le reí el chiste antes de volver a mi oficina con la resignación
indigna de quien no puede responder de forma apropiada. Finalmente resolví
aprovechar mi hora de almuerzo para dormir un rato encerrado en el baño.
Sentado en la poceta, con la camisa desabrochada para soportar el calor, hice
lo posible por abrazarme a un sueño frágil, a menudo interrumpido por la
incómoda posición y por las conversaciones rutinarias de los compañeros que
entraban y salían sin cesar.
Las
arduas horas de la tarde pasaron con toda la lentitud de que pudieron hacer
acopio. Además del sueño, ahora tenía que lidiar con el hambre, de manera que
al salir entré a un restaurante cercano y comí cualquier cosa. Ni siquiera los
dos niñitos que correteaban entre las mesas lograron distraerme de mis
urgencias.
Cuando
llegué a la casa me recibió la señora con la amabilidad que todavía podía
disfrutar por ser un nuevo inquilino. Me ofreció un café que agradecí con
elocuencia y me preguntó cómo había pasado la noche, cómo había dormido, si me
había gustado mi habitación. Le mentí al decirle que dormí como un bebé; fui
sincero al decirle que estaba conforme con la habitación; evité hacer cualquier
comentario sobre mi impúdica vecina.
Las
ventanas, me dijo entonces, no debían dejarse abiertas, pues el viento las
batía con fuerza y ya había tenido que reponer varios vidrios. Sin embargo,
tenían un sencillo mecanismo para dejarlas entreabiertas en las noches
calurosas, y me acompañó para darme las instrucciones del caso, lo que supuse
era en realidad una artimaña para ver si el nuevo inquilino era ordenado y
juicioso. Afortunadamente antes de irme al trabajo había puesto mis cosas en el
armario y no había desbarajuste alguno que lamentar.
Mientras
atravesábamos los pasillos y escaleras —el inquilino del primer piso estaba
esta vez sentado en la cama comiendo cereal y mirando la televisión—, me contó
que la casa había sido ampliada por su difunto esposo. Dios, agradeció, los
había provisto con una casa pequeña pero asentada en un terreno amplio y
resistente donde poder crecer en superficie y altura. Pero sus designios, los
de Dios, repitió, son insondables, y acababa de frisar las paredes del nuevo
cuarto piso —el tercero, claro— cuando un infarto lo envió a reunirse con sus
mayores. Le habían quedado un hijo y una hija; ambos vivían allí todavía; el
hijo la ayudaba con las cuentas y la administración, y con algún que otro
inquilino que se ponía difícil; de la hija no habló, y yo no pregunté.
Así
llegamos a la habitación. Iba a sacar mis llaves para abrir, pero ya ella había
blandido las suyas y se adelantó. Entró delante de mí y caminó directamente
hacia las ventanas, pero tal como había supuesto lo hizo echando una rápida
mirada a cada rincón de la habitación. El hijo, siguió contándome mientras
abría las ventanas, heredó del padre sus habilidades para construir y reparar
las cosas de casa. Un día decidió que estaba perdiendo demasiado tiempo
reponiendo vidrios rotos, y se ingenió unas manillas que permitían mantener
entreabiertas las ventanas en un ángulo fijo, evadiendo así el riesgo de que el
viento las destrozara.
Con
una minuciosidad innecesaria me explicó cómo calzar las manillas en unos
pequeños orificios hechos en el marco. De esa manera podían abrirse ambas
ventanas, pero pronto, me dijo, comprobaría que con una sola bastaba para
espantar el calor. A todas luces orgullosa de la inventiva del hijo, se puso a
calcular cuánto dinero en vidrios repuestos les habían ahorrado las dichosas
manillas.
Dando
por terminada su visita, y antes de salir, volvió a inspeccionar la habitación,
esta vez con menos disimulo. Ya en el pasillo, mientras se despedía, miró a su
derecha e interrumpió abruptamente su discurso para amonestar a mi vecina, que
volvía a salir del baño desnuda. Me asomé y, a través de los regaños de la
señora, alcancé a ver su espalda, sus nalgas y sus piernas que caminaban sin
prisa alguna de regreso a su habitación. Entró sin titubear, pero no cerró la
puerta. La señora se detuvo en el umbral durante un par de segundos, me lanzó
una mirada fugaz y entró.
Desde
mi puerta la escuché reprenderla a gritos. Decidí que lo mejor era encerrarme
de inmediato y recostarme a esperar que pasara el temporal. Sentí un extraño
alivio al saber que podría usar el baño sin tener que enfrentarme al portento
que es siempre una mujer demasiado segura de sí misma. Me pregunté cuántos
inquilinos en el pasado se habían topado con aquellos pezones pequeños y
erguidos, con aquel sexo cuidadosamente rasurado, con aquella espalda húmeda
que se alejaba displicente, dejándolo a uno sediento. La lascivia es la forma
más básica de la ambición.
Agucé
el oído, pero apenas percibí uno que otro grito aislado e ininteligible de la
señora hasta que, minutos después, dio un portazo y marchó apresurada por el
pasillo. Supuse que una situación como esa podía ser resuelta sin mayores
inconvenientes por cualquiera de las dos partes: la señora podía echar a la
inquilina, valiéndose quizás del apoyo del hijo si se negaba a irse; la inquilina
podía dejar de salir desnuda o mudarse. Pero era obvio que la señora había
tenido que lidiar muchas veces con la nudista y era obvio también que a ésta la
tenían sin cuidado sus regaños. De hecho, ésta parecía ejecutar su número de
exhibicionismo con la intención expresa de provocar a aquélla. Ya me estaba
quedando dormido cuando me sobresaltó la idea repentina de que mi vecina podía
ser la hija de la que la señora prefería no hablar.
El
martes, al regresar del trabajo, volví a encontrarme con la señora en la
entrada de la casa. No habían disminuido un ápice su amabilidad, su sonrisa
diligente ni el agradable sabor de su café, pero era evidente que se había
instalado una tensión casi imperceptible entre nosotros, sin duda a raíz del
episodio con la vecina impúdica. Sin embargo, ninguno de los dos mencionó el
tema.
La
acompañé un rato mientras lavaba las tazas y, cuando estimé que la conversación
no daba para más, me despedí para subir. Ella me detuvo alertándome de cierto
problema con unos enchufes que debía revisar, se secó las manos, cogió
presurosa su manojo de llaves y subió conmigo. Por el camino se mostró
interesada por mi trabajo, preguntándome si me sentía bien allí y contándome
cualquier anécdota de quién sabe qué amigo o conocido que tenía un trabajo
similar.
Esta
vez no vimos a la inquilina, o a la hija si es que mis especulaciones apuntaban
en dirección correcta. Sin embargo noté que antes de entrar la señora miró por
un instante hacia la puerta del baño. Después de probar los cuatro enchufes de
la habitación en una inspección que me pareció al menos morosa, volvió a mirar
hacia allá. Entonces se despidió, pero se quedó en el pasillo esperando que yo
cerrara la puerta. La escena no dejó de ser algo divertida, y cerré deseándole
las buenas noches.
Abrí
las ventanas completamente y encendí un cigarrillo. En la calle discutían, cada
uno desde su carro, dos hombres que no terminaban de ponerse de acuerdo sobre
quién debía darle paso a quién. La calle lateral a la casa era estrecha y de
una sola vía; como ocurre en todas las calles marginales del mundo, siempre
había alguien que decidía cortar camino atravesándola en sentido contrario,
convencido de que la encontraría libre de uno a otro extremo. En algún momento
uno de los dos cedió de mala gana y el asunto se resolvió sin incidentes.
Reparé
en que, por debajo del olor de mi cigarrillo, se estaba colando el de una marca
distinta. Quien lleva tantos años fumando se familiariza con el olor de su
marca como si se tratara del aroma del pan horneado por la madre. Miré a mi
derecha y vi que las ventanas de la vecina estaban abiertas y ella, con un
brazo apoyado en el marco, fumaba. No podía ver su rostro, apenas se notaba su
brazo, pero sí veía claramente cómo, después de cada bocanada, una nube azul
era despedida hacia el exterior. El viento, no sin descaro, la llevaba hasta
mí.
Imaginé
que fumaba desnuda sin importarle que alguien pudiera verla desde afuera. No
tenía cómo comprobarlo, pero un vistazo a la calle casi desierta me lo
confirmó: en imprudente postura, atrincherado detrás de un carro estacionado,
un niño de unos once años miraba con lujuria recién estrenada en dirección a mi
vecina. Minutos después las ventanas se cerraron y el niño todavía esperó un
rato para marcharse. Escuché entonces cómo se abría y se cerraba la puerta del
baño. Estuve tentado a salir tras un momento, quizás esperar en silencio ante
la puerta del baño, quizás decirle algo aunque no me responda. Pero no, mejor
no.
El
miércoles compré mi cena en un restaurante chino, una ración simple de lumpias
y arroz con camarones. Aunque al entrar tenía intenciones de comer allí,
finalmente decidí llevarme la comida a casa. Cuando se vive en una habitación
alquilada, declarar que se va “a casa” es una manera de ahorrarse
explicaciones, no es mi casa en realidad, no vivo en toda la casa en realidad,
vivo en una habitación en realidad, no es mi habitación en realidad, no es mi
baño en realidad, debo compartirlo con una vecina que se pasea desnuda por el
pasillo pero a la que no le he dirigido palabra alguna entre otras cosas porque
ni siquiera es mi vecina en realidad.
La
señora volvió a recibirme con café, pero la sonrisa otrora diligente esta vez
me pareció un poco artificiosa. Miraba con desconfianza la bolsa con la comida,
y tan pronto le devolví la taza me preguntó si había comprado para una o dos
personas. Pensé que semejante absurdo sólo daba bases más sólidas a mi
especulación respecto al parentesco entre ella y mi vecina nudista, pero fingí
extrañeza y respondí que por supuesto, para quién más. Por toda respuesta ella
agarró sus llaves y, sin mayores cortesías, se dispuso a subir conmigo. Ya en
la habitación, se limitó a despedirse en el umbral y esperó a que yo cerrara la
puerta.
En
todo caso, no era una suposición descabellada la que se había hecho la señora.
Había tenido toda la noche de cada día que llevaba viviendo allí para intentar
algo con mi impúdica vecina. Sólo habría bastado la frase correcta para saltar
por encima de su indiferencia y lograr acercarme a su desnudez. Ella accedería
y vendría a fumar conmigo en la ventana. Ambos estaríamos desnudos aunque el
mundo sólo notaría sus tetas y su violento mutismo. Quizás comería conmigo,
sentada en la cama en posición de loto, sin mirarme, aunque su sexo sí que
estaría observándome fijamente, impúdicamente.
Oí
abrirse la puerta de su habitación y de un salto me puse en pie. Salí a toda
prisa al pasillo y allí estaba. Caminaba con expresión aburrida sosteniendo el
paño en su mano izquierda, atenta al movimiento de sus piernas y a nada más.
Simulaba no darse cuenta de mi presencia, aunque estuve frente a ella durante
varios segundos, los mismos que desperdicié tratando de figurar la frase
correcta para llevarla a mi habitación. Empecé a articular una pregunta simple,
quieres comer, sólo dos palabras sin adornos, limpias y francas, pero ella
cerró la puerta del baño antes de que terminara de pronunciar la primera. El
sonido inconfundible de los pasos de la señora a través del pasillo contiguo me
hizo devolverme corriendo a mi habitación.
El
jueves ni siquiera hubo café. Con toda seguridad la noche anterior, mientras se
acercaba, la señora había alcanzado a oír mi puerta cerrarse. Me preguntaba si
había sido la desconfianza o una razón legítima lo que la había hecho
devolverse hasta el segundo piso, el tercero según ella. También cabía la
posibilidad de que, siendo madre e hija, reservaran un canal de comunicación
para las emergencias, como podía ser el acoso de un inquilino inundado de
lascivia. Treguas breves para que la hija pudiera informar a la madre si su
desnudez había abatido el sentido de la prudencia de algún vecino que, con una
excusa pueril —un plato de arroz, por ejemplo—, pretendiera ganarse su
confianza para apreciarla a placer, y no sólo con el sentido de la vista.
Las
tantas vueltas que para entonces le había dado en mi cabeza al asunto me
llevaron a asumir al fin la certeza de que ambas mujeres realmente eran madre e
hija. Si no por qué la tolerancia de la señora, la tranquilidad con que mi
vecina se paseaba desnuda, la propiedad con que la señora se permitía entrar a
la habitación de mi vecina para reprenderla. Y, claro, el gradual pero férreo
recelo que la señora desplegó contra mí desde el lunes, cuando vio cómo mis
ojos le seguían el paso a la grupa espléndida de su hija.
La
sociedad establece el pudor como uno de nuestros primeros aprendizajes, pero en
algunas familias esto puede fallar. La casa estaría empezando a crecer, y por
lo tanto a albergar a extraños, convirtiendo en un problema la impudicia de la
hija. Ésta sería ya una adolescente, y los reproches de los padres sólo
excitarían su tendencia a la rebeldía. Quizás el difunto había tenido que
enseñarla a golpes, quizás durante años la hija limitó su desnudez al espacio
privado de su habitación. Pero, a la muerte del patriarca, ya no había razón
para cubrirse, dada la limitada autoridad de la madre. En algún momento la
madre resolvió desterrar a la hija a una apartada habitación en uno de los
pisos superiores, donde los efectos de su desnudez, que en la planta baja habrían
sido devastadores, podían ser contenidos con la vigilancia apropiada.
Porque,
a fin de cuentas, una madre siempre será una madre, pensé, y protegerá a sus
hijos aunque no lo parezca. Recordé una entrevista que vi hace años por
televisión en el noticiero del mediodía. Un delincuente que había ultrajado a
varias niñas fue capturado y linchado por un grupo de hombres de la comunidad.
Al reportero le sorprendió que la madre del violador agradeciera a Dios el
hecho. Fue lo mejor para él y para todos, dijo.
El
viernes era día de cobro y en el trabajo habíamos planeado hacer una de
nuestras incursiones en masa a la tasca. Como centro de operaciones escogimos
tres mesas al fondo, desde donde podríamos visualizar todo el local cuando, en
unas horas, estuviera completamente lleno. A las ocho en punto llegó la música
en vivo y las tres secretarias de administración que logramos arrastrar vieron
satisfecha su modesta fantasía de convertirse en mujeres solicitadas. Después
de cada pieza llegaban quejándose del calor y de los zapatos y de la voz de la
cantante, pero no terminaban de acomodarse en sus sillas cuando ya estaban
levantándose para la pieza siguiente.
Hacia
las diez de la noche casi todos estaban bailando y sólo quedábamos cuatro
hombres en la mesa. Había evitado hablar en el trabajo de los paseos de mi
vecina impúdica, pero en ese punto en que las erres y las eses se combinan
haciendo una masa informe con las vocales, se suele abandonar toda discreción.
Mis compañeros escucharon el relato con la boca abierta y con retozona
curiosidad hasta que narré cómo fallé en mi intento por atraer a mi vecina
hacia las fauces de mi habitación. Uno de ellos me interrumpió y dijo que un
hombre que se precie debía forzarla a entregar las armas. Le pregunté a qué se
refería y él urdió un silogismo aterrador: para el fornicio sólo hacen falta
dos personas y la total carencia de ropa, luego si esta mujer se pasea desnuda
por los pasillos de la casa es porque está clamando ser poseída. Se iba a
detener allí, pero agregó: poseída por un hombre de verdad. Y cuando intenté
argüir que lo que estaba sugiriendo era que la violara, los otros dos lo
apoyaron. Entonces dejé de hablar y no pasó mucho tiempo antes de que se pasara
a otra cosa.
Después
de una ruidosa despedida, tomé uno de los taxis que se apostaban en la salida
de la tasca. Eran más de las dos de la mañana y me costó recordar el camino,
por lo que tuvimos que volver un par de veces a la vía principal del barrio
hasta que di con la esquina correcta. El rodeo me costó algunos billetes de
más, pero los pagué gustoso por estar al fin frente a la entrada de la casa.
Aunque
la señora me había aclarado desde el principio que era libre de llegar a la
hora que quisiera, entré con extremo sigilo. No tenía el equilibrio de la
sobriedad y cualquier traspié podía terminar en un desastre, alarmando a la
mitad de los habitantes de la casa. Atravesé el zaguán sosteniéndome de una de
las paredes y casi me felicité de arribar a la salita a oscuras, donde me
detuve un momento para examinar los alrededores más con el oído que con la
vista. Sólo se escuchaba el tictac de un reloj de pared y un perro que ladraba
aburrido a algunas calles de distancia. Decidí alumbrar un poco la estancia con
el celular, pero me enredé con el bolsillo y saltó de mis dedos sin que llegara
a activar la pantalla. Lo escuché vagar presuroso por el piso y maldije en
silencio. Saqué el yesquero y arrastrándome busqué en vano bajo el pequeño
escaparate y los sillones de la salita, pero la llama hizo arder una hebra de
hilo y comprendí que en mi estado era mejor no apelar al fuego.
Ya
la señora encontraría el celular y me lo devolvería en la mañana, me dije.
Busqué las cortinas del fondo y me puse a andar, pero en lugar de las escaleras
me encontré con un baño en desuso que servía de depósito de un montón de cosas
en desuso que, en aquella oscurana, adoptaban una apariencia siniestra.
Asombrado por mi torpeza, todavía me quedé un rato tratando de hallar unas
escaleras que me negaba a aceptar que no estaban allí, como si hubieran tenido
la intención expresa de traicionarme cambiándose de sitio. Volví sobre mis
pasos, crucé las cortinas y llegué nuevamente a la salita.
Recorrí
las paredes con la mirada hasta que di con un espacio brumoso. Si estas no son
las cortinas correctas deben ser aquellas, pensé, y me puse en marcha. Esta vez
sí tuve suerte: no sólo tenía ante mí las escaleras hacia el primer piso, sino
que una luz débil proveniente del exterior bañaba los escalones dándome al
menos la visibilidad suficiente para no tropezar. Paso a paso subí con prudente
lentitud y cuando al fin alcancé el primer piso respiré con alivio.
Encendí
el yesquero por un instante, sólo lo necesario para tener puntos de referencia,
y pronto di con el pasillo en forma de ele. Pegado a la pared caminé hasta allí
y encontré la puerta de hierro que daba paso a las escaleras. Desde donde
estaba podía oír con absoluta claridad los ronquidos del inquilino que vivía
allí. Abrí la puerta cuidando de no hacer ruido y me dispuse a subir, pero en
lugar de ello rodé aparatosamente por unos escalones que bajaban.
Cuando
desperté noté que algo líquido había entrado a mi ojo derecho produciéndome
escozor. Me limpié con la mano y me di cuenta de que era sangre que brotaba de
un raspón en mi frente. Todavía estaba húmeda, por lo que inferí que no había
pasado mucho tiempo inconsciente. Me quedé un rato acostado en la oscuridad,
sin moverme, aterrorizado de haberme partido algún hueso, hasta que recobré el
aplomo para pasar revista a mi cuerpo inerte. Lo que más me dolía era la
rodilla izquierda —que seguramente había fungido de tren de aterrizaje—, la
espalda y la cabeza. Moví los dedos de pies y manos para verificar que todo
estuviera en orden y, aunque con dificultad, me levanté.
Decidido
a no correr más riesgos, encendí el yesquero. La luz que me proporcionaba era
muy tenue, pero pude ver que estaba en un espacio interior de la casa con techo
y paredes de metal, nada parecido a las consistentes estructuras que ya
conocía. Me volteé para ver la escalera por la que había caído y me sorprendió
comprobar que era más bien baja, de sólo unos pocos escalones, pero los
suficientes para costarle la vida a un hombre borracho y desprevenido.
Aún
bastante mareado, sentado al pie de la escalera, deduje que el pasillo en forma
de ele en realidad tenía forma de te, y que yo había tomado el camino
equivocado. Recordé entonces que, primero por solícita y luego por desconfiada,
la señora me había acompañado cada día hasta mi habitación, por lo que no me
había preocupado por fijarme en puntos de referencia que me permitieran llegar
por mis propios pasos.
Subí
la pequeña escalera para devolverme y ponerme nuevamente en marcha, pero al
pasar había cerrado la puerta y, sin la llave adecuada, no había manera de
abrirla desde donde estaba. Estuve a punto de entrar en pánico; pensé en
golpear la puerta hasta que alguien viniera a rescatarme, pero deseché la idea
ante la perspectiva de despertar a los otros inquilinos, con lo que mi torpeza
se convertiría en una de las historias predilectas de la casa en las décadas
venideras. Es notable cómo, en ciertas situaciones límite, sacrificamos el
sentido común para no dejar al descubierto nuestras insignificantes vergüenzas.
Me
volteé y con la magra luz del yesquero intenté examinar el lugar, pero era muy
poco lo que alcanzaba a ver. Una corriente de aire apagaba la llama con
facilidad —extrañé mi celular con amargura—, por lo que tuve que protegerla con
una mano mientras bajaba los escalones. Pasé al lado de un enorme cubículo de
metal y me asomé con cautela. Dentro había una lavadora, una secadora y unas
cestas con ropa. Ya me iba cuando advertí un interruptor y encendí la luz.
Dado
el ángulo de la puerta sólo se iluminaban unos cuantos metros de la estancia,
pero alcancé a ver que frente a mí se extendía una especie de terraza que
afortunadamente estaba abierta por el lado opuesto a la puerta por la que
entré. Por la diferencia de altura entre la escalera por la que había subido
hasta el primer piso y la escalera por la que había rodado hasta la terraza,
deduje que se trataba del techo de la planta baja. Después de atravesar una
tabiquería de metal, me encontré a cielo abierto.
Seguí
caminando hasta que la terraza dobló haciendo esquina con el borde de la casa,
donde me detuve para mirar el tramo recorrido y el que me quedaba por recorrer.
Salvo algunos detalles, ambos eran exactamente iguales. Ya no puedo perderme
más, pensé antes de continuar. Esperaba que en algún punto hubiera una manera
de entrar a la casa, aunque fuera otra escalera inesperada, aunque cayera como
un costal de papas en el jardín, de donde no me levantaría hasta que la señora
me hallara en la mañana.
Pero
al llegar a la siguiente esquina el camino se cortaba en un breve recodo
techado donde unos sacos de cemento apilados cerca de la pared recordaban que
la casa todavía podía seguir creciendo. Vencido, bajé uno de los sacos para
ponerlo en diagonal sobre los otros, y me recosté. Encendí un cigarrillo y lo
fumé con la calma de la derrota mientras enumeraba todas las cosas que habían
salido mal. Haber rodado por aquellas escaleras no era una de ellas: era sólo
la consecuencia de todas ellas. Era el resultado infausto de haber asumido como
una ele lo que en realidad era una te, de haber perdido el celular, de haber
llegado después de las diez de la noche, de haberme emborrachado, de haber
confiado en la guía diaria de la señora, de no haber avanzado con mi vecina
impúdica, de haber alquilado esa habitación.
Apagué
el cigarrillo con el pie y noté que tenía mojado el zapato. Una llovizna había
empezado mientras yo me sumergía en autocompasión. Me acurruqué debajo del
techo pero pronto la llovizna se convirtió en lluvia, y se me hizo obvio que a
todos los peligros que había corrido debía agregar ahora la posibilidad de
morir de un catarro. Tratando de protegerme me puse de pie sobre los sacos que
estaban pegados a la pared, y fue así como vi que ésta conectaba con otra que
quizás me serviría para entrar a la casa o caer al jardín.
Apilé
los sacos uno sobre otro con toda la rapidez posible, pero aun así estaba
empapado cuando me subí a ellos y pude encaramarme en el borde de la pared. En
efecto, otra pared se iniciaba perpendicular a la de la terraza. Podía ver el
jardín a mi izquierda, pero un saliente de la casa hacía casi imposible
lanzarse hasta allá con seguridad. A la derecha tenía el camino libre para caer
sobre una nueva terraza, más estrecha y corta que la que acababa de dejar. No
lo pensé demasiado y salté.
La
caída no fue tan leve como esperaba. Me lastimé la rodilla que había salido
ilesa cuando rodé por las escaleras y maldije entre dientes. Al fondo vi una
esquina y caminé hacia ella, ya sin más expectativas que encontrar un techo
donde guarecerme. Pero al cruzar la esquina me encontré con otro tramo de
terraza que terminaba en una puerta abierta, y a través de ésta, a lo lejos,
divisé con alborozo los inconfundibles pasillos de mi segundo piso, el tercero
según la señora. Me dirigí hacia allá con tanta velocidad como me lo
permitieron mis rodillas maltrechas, pero al atravesar la puerta volví a caer.
No
había salido por una puerta, sino por un extraño saliente que de seguro estaba
ahí por un error de cálculo del difunto, pues no podía imaginar algún fin
práctico para semejante desnivel. En todo caso, ya estaba donde quería. Sólo
tenía que llegar a mi habitación y encerrarme hasta el lunes. Me olvidaría de
mi vecina. Me haría un mapa de la casa. Me compraría una linterna. Me mudaría.
Un
último destello de pesimismo me hizo pensar que quizás había perdido mis llaves
en alguna de las caídas previas. Pero no: allí estaban, dóciles y fieles al
fondo del bolsillo del pantalón. Aseguré el llavero pasando el dedo índice por
su aro y empecé a caminar hacia mi pasillo, del que me separaban sólo unos
metros. Cuando llegué a mi puerta apoyé mi frente en ella con alivio y me quedé
allí unos segundos, respirando profundamente, sintiendo la sangre correr por
mis sienes. Lo único que podía desear en el mundo, la cama, estaba al otro
lado. Saqué el dedo del llavero y empujé la llave, pero no entró. Creí que había
calculado mal, así que encendí el yesquero para ver bien la cerradura. Pero la
llave no entró. Tampoco entró ninguna otra. Simplemente no era mi puerta.
Tratando
de no perder la compostura, salí al pasillo principal. Con toda seguridad me
había equivocado de pasillo con tanto golpe y tanta caída. Caminé hasta el
siguiente pasillo, que era exactamente igual al anterior y, claro, al mío.
Encendí el yesquero y probé con sumo cuidado cada llave. Ninguna entró. Fui al
siguiente pasillo, y al siguiente, siempre en vano. Cuando salí al pasillo
principal para intentarlo con el próximo, miré hacia abajo a través del hueco
central.
Sobre
el techo de la planta baja, los sillones para los inquilinos dormitaban en
silencio bajo la luz de la luna. Ya no me importa nada, me dije. Bordeé el
hueco central buscando la escalera con la intención de bajar para dormir lo que
quedaba de madrugada en uno de los sillones, aunque se alarmaran los habitantes
de la casa al encontrarme en la mañana mugriento y cubierto de sangre. Caminé
durante un buen rato y en cierto punto me di cuenta de que estaba viendo los
sillones en la misma posición que al principio. Había completado una vuelta y
no había dado con la escalera.
Entonces
tomé una decisión desesperada. Había caído por todos los huecos de la casa
excepto por el hueco central; de cualquier manera, caer otro piso no podría
hacerme más daño. Al alzar la pierna sobre la baranda me golpeé la rodilla y
maldije mordiéndome un puño. Un dolor punzante me oprimía el pecho y pensé que
iba a tener un infarto, pero un segundo después supe que eran sólo ganas de
llorar. Bajé de la baranda, me acosté en el piso y lloré con todas mis fuerzas,
pero en silencio. No quería despertar a nadie.
Cuando
me repuse volví a treparme a la baranda, esta vez con más cuidado. Pasé la
pierna con mayor elevación que la primera vez a fin de evitar un nuevo golpe, y
pronto pude hacer palanca con mi muslo para levantar la otra pierna. Ya con las
dos piernas del otro lado, me agaché agarrándome con fuerza a la baranda. Dejé
un pie en el vacío y luego el otro, mientras me sostenía con los brazos
enredados en la baranda tratando de reducir la altura de la caída tanto como
fuera posible.
Solté
mi brazo izquierdo y quedé suspendido en el aire, retenido sólo por el derecho,
aún sin la resolución para soltarme pero consciente de que ya no había nada más
que hacer. Estaba mirando hacia abajo para prepararme cuando escuché un ruido y
alcé la cabeza. Detrás de la baranda aparecieron de pronto sus pezones pequeños
y erguidos, su sexo cuidadosamente rasurado. Me miraba con una expresión vacía,
como alguien que de pronto siente curiosidad por conocer el color de una prenda
o el sabor de una fruta. Fue la única vez que me miró a los ojos. El sobresalto
me hizo soltar la baranda, y caí.
El
sábado me encontró la señora en un estado lamentable. Estaba ensangrentado, con
la ropa aún húmeda y el cuerpo lleno de magulladuras. No se alarmó tanto como
pensaba. Me revisó tratando de descartar cualquier posible fractura y luego me
ayudó a sentarme en uno de los sillones. Corrió a la planta baja y minutos más
tarde regresó con una taza de café y mi celular, que acababa de hallar en un
rincón de la salita. Cuando estuve más repuesto me guió por escaleras y
pasillos hasta que llegamos al segundo piso, el tercero según ella, y entré al
fin a mi habitación.
Dormí
casi todo el día. En la tarde, después de un baño, empaqué mis cosas y bajé.
Entonces sí encontré al primer intento las escaleras del segundo al primer
piso, advertí la puerta adicional en el pasillo que no tenía forma de ele sino
de te, llegué a las escaleras del primer piso a la planta baja, todo sin
dificultad alguna. Pensé con acritud que la casa, en efecto, era un organismo
vivo, y que había enfilado toda su batería de anticuerpos para expulsarme. La
señora ya tenía listo el cheque con el reembolso de mi pago y me había llamado
un taxi.
Le
pedí al conductor que tomara la calle entre la casa y el galpón. Esperaba ver
por última vez a mi vecina fumando desnuda con sus ventanas abiertas, quizás
decirle adiós con la mano aunque no estuviera mirando. Pero no había nadie.
Este
cuento “Minotauro” obtuvo una mención honorífica en el 10º Concurso Nacional de
Cuentos de Sacven, “por su solvencia al narrar en clave de relato psicológico,
y con tintes fantásticos, el oscuro laberinto interior de la naturaleza humana
y sus pulsiones”, según el jurado conformado por Hensli Rahn, Ricardo Ramírez
Requena y Violeta Rojo.
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