lunes, 15 de agosto de 2016

Minotauro



CUENTO



Jorge Jiménez Gómez

El domingo me mudé. La casa tenía tres pisos y mi habitación quedaba en el segundo, lo que se complicó pues la casera, una señora sesentona de sonrisa diligente y perenne medioluto, se empeñaba en decir que eran cuatro y que yo viviría en el tercero. Cuando llegué me invitó a un café que nos tomamos en la salita de la planta baja —que ella identificaba como “primer piso”— y, después de revisar mis referencias y hablarme de las condiciones del alquiler, me preguntó si quería pasar al “tercer piso” —el segundo, en realidad— a ver la habitación.
Atravesamos unas cortinas al fondo de la salita y empezamos a subir las escaleras. Aunque con buenos acabados —nada de ladrillos al descubierto o cableados reptando por las paredes—, era fácil notar que todo desde el primer piso había sido añadido a una construcción original que se limitaba al zaguán, la salita, la cocina, tres habitaciones y un baño. Era una de esas casas humildes que en los años 70 compraba la gente humilde, y que años y necesidades hicieron crecer habitación por habitación, como organismos vivos.
Al llegar al primer piso la señora me hizo pasar a un pequeño pasillo en forma de ele. A la derecha, una habitación mantenía abierta su puerta. Un hombre maduro y obeso dormía la siesta con el televisor encendido pero sin volumen. Algo en mis ojos hizo que la señora se apresurara a aclararme que era el único inquilino al que se le permitía algo así, y que por las noches cerraba su puerta como es normal. Esperaba, me dijo, que no me molestara en ocasiones tener que ver lo que hacía el inquilino en su habitación, pero asumí que estaba siendo retórica y que en realidad debía pasar por alto ese detalle si quería vivir allí.
La señora abrió una puerta de hierro y subimos otras escaleras que, como supuse cuando cruzamos el pasillo de abajo, no habían sido construidas paralelamente a las anteriores. Ya en el segundo piso vi que las habitaciones estaban dispuestas alrededor de un hueco central por el que podía verse toda la casa excepto la planta baja, protegida por un techo que en su parte superior tenía mesas, sillones y una rudimentaria cocina para quien la necesitara. Un espacio para los inquilinos que a su vez estaba protegido por un techo sobre el tercer piso, el cuarto según la señora, con grandes ventanales para recibir la luz del sol y rejas para rechazar visitas indeseadas.
La casa, entonces, era más grande de lo que podía uno figurarse desde la calle. Ninguna de las habitaciones tenía salida directa hacia el espacio central, pues todas estaban agazapadas a los lados de varios pasillos que atravesaban los pisos, y que se conectaban a través de otros dos pasillos perpendiculares a los otros. En el medio de cada tramo, un baño servía a los inquilinos de las dos habitaciones que lo flanqueaban. Las puertas y los pasillos estaban obscenamente limpios de detalles distintivos; a los inquilinos se les permitía decorar el interior de las habitaciones a su gusto, pero los espacios comunes eran intocables.
Era la mejor habitación, aseguraba la señora mientras entraba con pasitos apurados y miraba con disimulo que no hubiera alguna indeseable mota de polvo vagando por allí. Y, aunque no le creí, me sentí agradecido de que la que sería mi ventana me permitía ver la calle lateral, incluso a pesar de que la vista era escandalosamente interrumpida por un enorme galpón industrial. Me imaginaba que allí podría asomarme por las noches, después del trabajo y de la cena y de las complicaciones cotidianas, fumarme un cigarrillo y pensar en nada hasta que llegara el sueño.
Antes de salir deseándome todo lo mejor, la señora me dejó un papelito con el número de su celular y me indicó que podía enviarle mensajes hasta las diez de la noche si se me presentaba algún problema. Cerró la puerta tras de sí y esperé hasta que dejé de oír sus pasos en el exterior. Entonces saqué mi juego de llaves y me puse a probar la cerradura para familiarizarme con ella y prevenir cualquier problema que pudiera convertirse en una molestia más adelante.
Una cama, una peinadora, un espejo, un armario de madera, una pequeña mesa y una silla eran todo el mobiliario de la habitación. En la cama podría leer, fumar y comer; la peinadora y el armario albergarían mis efectos personales; la mesa me serviría de escritorio y la silla, de silla. No se necesita de mucho para una vida tranquila. Una vida cómoda, en cambio, requería de inversiones y estabilidades a las que no podía acceder.
Abrí mi maleta en el suelo con la intención de desempacar pero el cansancio me condujo casi de inmediato a la cama. Me recosté y rápidamente me sumergí en ese estado intermedio entre el sueño y la vigilia. De cuando en cuando una puerta se abría y se cerraba allá afuera, a lo lejos, y yo abría y cerraba mis ojos sin saber si lo que éstos percibían era la habitación que acababa de alquilar o una habitación diseñada por mi mente en esos arrabales por los que ésta suele internarse cuando se la deja libre de la conciencia.
Eran cerca de las nueve de la noche cuando me levanté, resuelto a darme un baño y seguir durmiendo. No quería que se me hiciera más tarde dada la advertencia de la señora de que sólo podía escribirle hasta las diez. Uno nunca sabe qué se va a encontrar en un baño que no conoce. Incluso en los baños que uno conoce debe entrar con ciertas precauciones.
Me armé con mi paño y una bolsa en la que llevaba el jabón, el champú, el cepillo y la pasta de dientes. Salí y cerré mi puerta con alguna dificultad a causa de la escasa luz —y también, debo decirlo, de mis obsesiones particulares con las llaves y el resguardo de mis pertenencias. Un resplandor por debajo de la puerta del baño me dio a entender que estaba ocupado, así que me dispuse a regresar a mi habitación. Pero entonces escuché que desde adentro daban la vuelta al pasador, y la puerta se abrió.
Del interior, secándose las orejas con un paño que juzgué demasiado pequeño para cubrir sus gracias, salió una mujer desnuda. Me quedé paralizado sólo unos centímetros delante de ella, mirándola por un rato que debió ser de varios segundos, pues tuve tiempo de detallar sus tetas, su sexo y hasta los vellitos amarillos de sus brazos encendidos por la luz del baño.
Tuvo que darse cuenta de que yo estaba allí, pero me ignoró por completo. Pensé que iba a decirme algo, disculparse por salir así o culparme por estar embobado delante de su cuerpo húmedo y sin rostro, pero sólo siguió caminando hasta su habitación, sin cubrirse. Lo último que vi de ella fueron sus nalgas generosas, una grupa que se bamboleaba despreocupada con una impudicia que, paradójicamente, advertía sobre la insensatez de poner una mano en ella sin invitación.
El lunes fui a trabajar como un zombi. Me había costado dormirme, y durante horas estuve dando vueltas en la cama. Cada vez que uno se muda, los nuevos ambientes se comportan como objetos extraños dentro de un organismo cuyos anticuerpos se resisten a aceptarlos como propios. Por lo general nada es como uno espera: hay puertas que rechinan, algún enchufe muerto, manchas sospechosas en los rincones, vecinas que salen desnudas del baño.
Las mujeres siempre son un problema. Cuando logras conectar con una tienes que hacerte ciertas preguntas. Deseas que no esté casada, y si es soltera deseas que no tenga algún embrollo que termine complicándolo todo. Deseas que no tenga alguna enfermedad mental o física, pues las primeras te llevan a lidiar con celos y acosos y las segundas, bueno, ya se sabe. Ellas también desearán cosas de ti: que seas solvente, que seas divertido, que estés siempre dispuesto a aceptarles sus manías aunque no tarden en condenarte por las tuyas. Hay toda una serie de elaborados protocolos que atender y siempre hay alguno en el que se falla. Una mujer que sale desnuda del baño produce una reacción bífida, a medias tentación y a medias preventivo rechazo.
Varias visitas a la cafetera terminaron en un comentario malintencionado de mi jefe. A regañadientes le reí el chiste antes de volver a mi oficina con la resignación indigna de quien no puede responder de forma apropiada. Finalmente resolví aprovechar mi hora de almuerzo para dormir un rato encerrado en el baño. Sentado en la poceta, con la camisa desabrochada para soportar el calor, hice lo posible por abrazarme a un sueño frágil, a menudo interrumpido por la incómoda posición y por las conversaciones rutinarias de los compañeros que entraban y salían sin cesar.
Las arduas horas de la tarde pasaron con toda la lentitud de que pudieron hacer acopio. Además del sueño, ahora tenía que lidiar con el hambre, de manera que al salir entré a un restaurante cercano y comí cualquier cosa. Ni siquiera los dos niñitos que correteaban entre las mesas lograron distraerme de mis urgencias.
Cuando llegué a la casa me recibió la señora con la amabilidad que todavía podía disfrutar por ser un nuevo inquilino. Me ofreció un café que agradecí con elocuencia y me preguntó cómo había pasado la noche, cómo había dormido, si me había gustado mi habitación. Le mentí al decirle que dormí como un bebé; fui sincero al decirle que estaba conforme con la habitación; evité hacer cualquier comentario sobre mi impúdica vecina.
Las ventanas, me dijo entonces, no debían dejarse abiertas, pues el viento las batía con fuerza y ya había tenido que reponer varios vidrios. Sin embargo, tenían un sencillo mecanismo para dejarlas entreabiertas en las noches calurosas, y me acompañó para darme las instrucciones del caso, lo que supuse era en realidad una artimaña para ver si el nuevo inquilino era ordenado y juicioso. Afortunadamente antes de irme al trabajo había puesto mis cosas en el armario y no había desbarajuste alguno que lamentar.
Mientras atravesábamos los pasillos y escaleras —el inquilino del primer piso estaba esta vez sentado en la cama comiendo cereal y mirando la televisión—, me contó que la casa había sido ampliada por su difunto esposo. Dios, agradeció, los había provisto con una casa pequeña pero asentada en un terreno amplio y resistente donde poder crecer en superficie y altura. Pero sus designios, los de Dios, repitió, son insondables, y acababa de frisar las paredes del nuevo cuarto piso —el tercero, claro— cuando un infarto lo envió a reunirse con sus mayores. Le habían quedado un hijo y una hija; ambos vivían allí todavía; el hijo la ayudaba con las cuentas y la administración, y con algún que otro inquilino que se ponía difícil; de la hija no habló, y yo no pregunté.
Así llegamos a la habitación. Iba a sacar mis llaves para abrir, pero ya ella había blandido las suyas y se adelantó. Entró delante de mí y caminó directamente hacia las ventanas, pero tal como había supuesto lo hizo echando una rápida mirada a cada rincón de la habitación. El hijo, siguió contándome mientras abría las ventanas, heredó del padre sus habilidades para construir y reparar las cosas de casa. Un día decidió que estaba perdiendo demasiado tiempo reponiendo vidrios rotos, y se ingenió unas manillas que permitían mantener entreabiertas las ventanas en un ángulo fijo, evadiendo así el riesgo de que el viento las destrozara.
Con una minuciosidad innecesaria me explicó cómo calzar las manillas en unos pequeños orificios hechos en el marco. De esa manera podían abrirse ambas ventanas, pero pronto, me dijo, comprobaría que con una sola bastaba para espantar el calor. A todas luces orgullosa de la inventiva del hijo, se puso a calcular cuánto dinero en vidrios repuestos les habían ahorrado las dichosas manillas.
Dando por terminada su visita, y antes de salir, volvió a inspeccionar la habitación, esta vez con menos disimulo. Ya en el pasillo, mientras se despedía, miró a su derecha e interrumpió abruptamente su discurso para amonestar a mi vecina, que volvía a salir del baño desnuda. Me asomé y, a través de los regaños de la señora, alcancé a ver su espalda, sus nalgas y sus piernas que caminaban sin prisa alguna de regreso a su habitación. Entró sin titubear, pero no cerró la puerta. La señora se detuvo en el umbral durante un par de segundos, me lanzó una mirada fugaz y entró.
Desde mi puerta la escuché reprenderla a gritos. Decidí que lo mejor era encerrarme de inmediato y recostarme a esperar que pasara el temporal. Sentí un extraño alivio al saber que podría usar el baño sin tener que enfrentarme al portento que es siempre una mujer demasiado segura de sí misma. Me pregunté cuántos inquilinos en el pasado se habían topado con aquellos pezones pequeños y erguidos, con aquel sexo cuidadosamente rasurado, con aquella espalda húmeda que se alejaba displicente, dejándolo a uno sediento. La lascivia es la forma más básica de la ambición.
Agucé el oído, pero apenas percibí uno que otro grito aislado e ininteligible de la señora hasta que, minutos después, dio un portazo y marchó apresurada por el pasillo. Supuse que una situación como esa podía ser resuelta sin mayores inconvenientes por cualquiera de las dos partes: la señora podía echar a la inquilina, valiéndose quizás del apoyo del hijo si se negaba a irse; la inquilina podía dejar de salir desnuda o mudarse. Pero era obvio que la señora había tenido que lidiar muchas veces con la nudista y era obvio también que a ésta la tenían sin cuidado sus regaños. De hecho, ésta parecía ejecutar su número de exhibicionismo con la intención expresa de provocar a aquélla. Ya me estaba quedando dormido cuando me sobresaltó la idea repentina de que mi vecina podía ser la hija de la que la señora prefería no hablar.
El martes, al regresar del trabajo, volví a encontrarme con la señora en la entrada de la casa. No habían disminuido un ápice su amabilidad, su sonrisa diligente ni el agradable sabor de su café, pero era evidente que se había instalado una tensión casi imperceptible entre nosotros, sin duda a raíz del episodio con la vecina impúdica. Sin embargo, ninguno de los dos mencionó el tema.
La acompañé un rato mientras lavaba las tazas y, cuando estimé que la conversación no daba para más, me despedí para subir. Ella me detuvo alertándome de cierto problema con unos enchufes que debía revisar, se secó las manos, cogió presurosa su manojo de llaves y subió conmigo. Por el camino se mostró interesada por mi trabajo, preguntándome si me sentía bien allí y contándome cualquier anécdota de quién sabe qué amigo o conocido que tenía un trabajo similar.
Esta vez no vimos a la inquilina, o a la hija si es que mis especulaciones apuntaban en dirección correcta. Sin embargo noté que antes de entrar la señora miró por un instante hacia la puerta del baño. Después de probar los cuatro enchufes de la habitación en una inspección que me pareció al menos morosa, volvió a mirar hacia allá. Entonces se despidió, pero se quedó en el pasillo esperando que yo cerrara la puerta. La escena no dejó de ser algo divertida, y cerré deseándole las buenas noches.
Abrí las ventanas completamente y encendí un cigarrillo. En la calle discutían, cada uno desde su carro, dos hombres que no terminaban de ponerse de acuerdo sobre quién debía darle paso a quién. La calle lateral a la casa era estrecha y de una sola vía; como ocurre en todas las calles marginales del mundo, siempre había alguien que decidía cortar camino atravesándola en sentido contrario, convencido de que la encontraría libre de uno a otro extremo. En algún momento uno de los dos cedió de mala gana y el asunto se resolvió sin incidentes.
Reparé en que, por debajo del olor de mi cigarrillo, se estaba colando el de una marca distinta. Quien lleva tantos años fumando se familiariza con el olor de su marca como si se tratara del aroma del pan horneado por la madre. Miré a mi derecha y vi que las ventanas de la vecina estaban abiertas y ella, con un brazo apoyado en el marco, fumaba. No podía ver su rostro, apenas se notaba su brazo, pero sí veía claramente cómo, después de cada bocanada, una nube azul era despedida hacia el exterior. El viento, no sin descaro, la llevaba hasta mí.
Imaginé que fumaba desnuda sin importarle que alguien pudiera verla desde afuera. No tenía cómo comprobarlo, pero un vistazo a la calle casi desierta me lo confirmó: en imprudente postura, atrincherado detrás de un carro estacionado, un niño de unos once años miraba con lujuria recién estrenada en dirección a mi vecina. Minutos después las ventanas se cerraron y el niño todavía esperó un rato para marcharse. Escuché entonces cómo se abría y se cerraba la puerta del baño. Estuve tentado a salir tras un momento, quizás esperar en silencio ante la puerta del baño, quizás decirle algo aunque no me responda. Pero no, mejor no.
El miércoles compré mi cena en un restaurante chino, una ración simple de lumpias y arroz con camarones. Aunque al entrar tenía intenciones de comer allí, finalmente decidí llevarme la comida a casa. Cuando se vive en una habitación alquilada, declarar que se va “a casa” es una manera de ahorrarse explicaciones, no es mi casa en realidad, no vivo en toda la casa en realidad, vivo en una habitación en realidad, no es mi habitación en realidad, no es mi baño en realidad, debo compartirlo con una vecina que se pasea desnuda por el pasillo pero a la que no le he dirigido palabra alguna entre otras cosas porque ni siquiera es mi vecina en realidad.
La señora volvió a recibirme con café, pero la sonrisa otrora diligente esta vez me pareció un poco artificiosa. Miraba con desconfianza la bolsa con la comida, y tan pronto le devolví la taza me preguntó si había comprado para una o dos personas. Pensé que semejante absurdo sólo daba bases más sólidas a mi especulación respecto al parentesco entre ella y mi vecina nudista, pero fingí extrañeza y respondí que por supuesto, para quién más. Por toda respuesta ella agarró sus llaves y, sin mayores cortesías, se dispuso a subir conmigo. Ya en la habitación, se limitó a despedirse en el umbral y esperó a que yo cerrara la puerta.
En todo caso, no era una suposición descabellada la que se había hecho la señora. Había tenido toda la noche de cada día que llevaba viviendo allí para intentar algo con mi impúdica vecina. Sólo habría bastado la frase correcta para saltar por encima de su indiferencia y lograr acercarme a su desnudez. Ella accedería y vendría a fumar conmigo en la ventana. Ambos estaríamos desnudos aunque el mundo sólo notaría sus tetas y su violento mutismo. Quizás comería conmigo, sentada en la cama en posición de loto, sin mirarme, aunque su sexo sí que estaría observándome fijamente, impúdicamente.
Oí abrirse la puerta de su habitación y de un salto me puse en pie. Salí a toda prisa al pasillo y allí estaba. Caminaba con expresión aburrida sosteniendo el paño en su mano izquierda, atenta al movimiento de sus piernas y a nada más. Simulaba no darse cuenta de mi presencia, aunque estuve frente a ella durante varios segundos, los mismos que desperdicié tratando de figurar la frase correcta para llevarla a mi habitación. Empecé a articular una pregunta simple, quieres comer, sólo dos palabras sin adornos, limpias y francas, pero ella cerró la puerta del baño antes de que terminara de pronunciar la primera. El sonido inconfundible de los pasos de la señora a través del pasillo contiguo me hizo devolverme corriendo a mi habitación.

El jueves ni siquiera hubo café. Con toda seguridad la noche anterior, mientras se acercaba, la señora había alcanzado a oír mi puerta cerrarse. Me preguntaba si había sido la desconfianza o una razón legítima lo que la había hecho devolverse hasta el segundo piso, el tercero según ella. También cabía la posibilidad de que, siendo madre e hija, reservaran un canal de comunicación para las emergencias, como podía ser el acoso de un inquilino inundado de lascivia. Treguas breves para que la hija pudiera informar a la madre si su desnudez había abatido el sentido de la prudencia de algún vecino que, con una excusa pueril —un plato de arroz, por ejemplo—, pretendiera ganarse su confianza para apreciarla a placer, y no sólo con el sentido de la vista.
Las tantas vueltas que para entonces le había dado en mi cabeza al asunto me llevaron a asumir al fin la certeza de que ambas mujeres realmente eran madre e hija. Si no por qué la tolerancia de la señora, la tranquilidad con que mi vecina se paseaba desnuda, la propiedad con que la señora se permitía entrar a la habitación de mi vecina para reprenderla. Y, claro, el gradual pero férreo recelo que la señora desplegó contra mí desde el lunes, cuando vio cómo mis ojos le seguían el paso a la grupa espléndida de su hija.
La sociedad establece el pudor como uno de nuestros primeros aprendizajes, pero en algunas familias esto puede fallar. La casa estaría empezando a crecer, y por lo tanto a albergar a extraños, convirtiendo en un problema la impudicia de la hija. Ésta sería ya una adolescente, y los reproches de los padres sólo excitarían su tendencia a la rebeldía. Quizás el difunto había tenido que enseñarla a golpes, quizás durante años la hija limitó su desnudez al espacio privado de su habitación. Pero, a la muerte del patriarca, ya no había razón para cubrirse, dada la limitada autoridad de la madre. En algún momento la madre resolvió desterrar a la hija a una apartada habitación en uno de los pisos superiores, donde los efectos de su desnudez, que en la planta baja habrían sido devastadores, podían ser contenidos con la vigilancia apropiada.
Porque, a fin de cuentas, una madre siempre será una madre, pensé, y protegerá a sus hijos aunque no lo parezca. Recordé una entrevista que vi hace años por televisión en el noticiero del mediodía. Un delincuente que había ultrajado a varias niñas fue capturado y linchado por un grupo de hombres de la comunidad. Al reportero le sorprendió que la madre del violador agradeciera a Dios el hecho. Fue lo mejor para él y para todos, dijo.
El viernes era día de cobro y en el trabajo habíamos planeado hacer una de nuestras incursiones en masa a la tasca. Como centro de operaciones escogimos tres mesas al fondo, desde donde podríamos visualizar todo el local cuando, en unas horas, estuviera completamente lleno. A las ocho en punto llegó la música en vivo y las tres secretarias de administración que logramos arrastrar vieron satisfecha su modesta fantasía de convertirse en mujeres solicitadas. Después de cada pieza llegaban quejándose del calor y de los zapatos y de la voz de la cantante, pero no terminaban de acomodarse en sus sillas cuando ya estaban levantándose para la pieza siguiente.
Hacia las diez de la noche casi todos estaban bailando y sólo quedábamos cuatro hombres en la mesa. Había evitado hablar en el trabajo de los paseos de mi vecina impúdica, pero en ese punto en que las erres y las eses se combinan haciendo una masa informe con las vocales, se suele abandonar toda discreción. Mis compañeros escucharon el relato con la boca abierta y con retozona curiosidad hasta que narré cómo fallé en mi intento por atraer a mi vecina hacia las fauces de mi habitación. Uno de ellos me interrumpió y dijo que un hombre que se precie debía forzarla a entregar las armas. Le pregunté a qué se refería y él urdió un silogismo aterrador: para el fornicio sólo hacen falta dos personas y la total carencia de ropa, luego si esta mujer se pasea desnuda por los pasillos de la casa es porque está clamando ser poseída. Se iba a detener allí, pero agregó: poseída por un hombre de verdad. Y cuando intenté argüir que lo que estaba sugiriendo era que la violara, los otros dos lo apoyaron. Entonces dejé de hablar y no pasó mucho tiempo antes de que se pasara a otra cosa.
Después de una ruidosa despedida, tomé uno de los taxis que se apostaban en la salida de la tasca. Eran más de las dos de la mañana y me costó recordar el camino, por lo que tuvimos que volver un par de veces a la vía principal del barrio hasta que di con la esquina correcta. El rodeo me costó algunos billetes de más, pero los pagué gustoso por estar al fin frente a la entrada de la casa.
Aunque la señora me había aclarado desde el principio que era libre de llegar a la hora que quisiera, entré con extremo sigilo. No tenía el equilibrio de la sobriedad y cualquier traspié podía terminar en un desastre, alarmando a la mitad de los habitantes de la casa. Atravesé el zaguán sosteniéndome de una de las paredes y casi me felicité de arribar a la salita a oscuras, donde me detuve un momento para examinar los alrededores más con el oído que con la vista. Sólo se escuchaba el tictac de un reloj de pared y un perro que ladraba aburrido a algunas calles de distancia. Decidí alumbrar un poco la estancia con el celular, pero me enredé con el bolsillo y saltó de mis dedos sin que llegara a activar la pantalla. Lo escuché vagar presuroso por el piso y maldije en silencio. Saqué el yesquero y arrastrándome busqué en vano bajo el pequeño escaparate y los sillones de la salita, pero la llama hizo arder una hebra de hilo y comprendí que en mi estado era mejor no apelar al fuego.
Ya la señora encontraría el celular y me lo devolvería en la mañana, me dije. Busqué las cortinas del fondo y me puse a andar, pero en lugar de las escaleras me encontré con un baño en desuso que servía de depósito de un montón de cosas en desuso que, en aquella oscurana, adoptaban una apariencia siniestra. Asombrado por mi torpeza, todavía me quedé un rato tratando de hallar unas escaleras que me negaba a aceptar que no estaban allí, como si hubieran tenido la intención expresa de traicionarme cambiándose de sitio. Volví sobre mis pasos, crucé las cortinas y llegué nuevamente a la salita.
Recorrí las paredes con la mirada hasta que di con un espacio brumoso. Si estas no son las cortinas correctas deben ser aquellas, pensé, y me puse en marcha. Esta vez sí tuve suerte: no sólo tenía ante mí las escaleras hacia el primer piso, sino que una luz débil proveniente del exterior bañaba los escalones dándome al menos la visibilidad suficiente para no tropezar. Paso a paso subí con prudente lentitud y cuando al fin alcancé el primer piso respiré con alivio.
Encendí el yesquero por un instante, sólo lo necesario para tener puntos de referencia, y pronto di con el pasillo en forma de ele. Pegado a la pared caminé hasta allí y encontré la puerta de hierro que daba paso a las escaleras. Desde donde estaba podía oír con absoluta claridad los ronquidos del inquilino que vivía allí. Abrí la puerta cuidando de no hacer ruido y me dispuse a subir, pero en lugar de ello rodé aparatosamente por unos escalones que bajaban.
Cuando desperté noté que algo líquido había entrado a mi ojo derecho produciéndome escozor. Me limpié con la mano y me di cuenta de que era sangre que brotaba de un raspón en mi frente. Todavía estaba húmeda, por lo que inferí que no había pasado mucho tiempo inconsciente. Me quedé un rato acostado en la oscuridad, sin moverme, aterrorizado de haberme partido algún hueso, hasta que recobré el aplomo para pasar revista a mi cuerpo inerte. Lo que más me dolía era la rodilla izquierda —que seguramente había fungido de tren de aterrizaje—, la espalda y la cabeza. Moví los dedos de pies y manos para verificar que todo estuviera en orden y, aunque con dificultad, me levanté.
Decidido a no correr más riesgos, encendí el yesquero. La luz que me proporcionaba era muy tenue, pero pude ver que estaba en un espacio interior de la casa con techo y paredes de metal, nada parecido a las consistentes estructuras que ya conocía. Me volteé para ver la escalera por la que había caído y me sorprendió comprobar que era más bien baja, de sólo unos pocos escalones, pero los suficientes para costarle la vida a un hombre borracho y desprevenido.
Aún bastante mareado, sentado al pie de la escalera, deduje que el pasillo en forma de ele en realidad tenía forma de te, y que yo había tomado el camino equivocado. Recordé entonces que, primero por solícita y luego por desconfiada, la señora me había acompañado cada día hasta mi habitación, por lo que no me había preocupado por fijarme en puntos de referencia que me permitieran llegar por mis propios pasos.
Subí la pequeña escalera para devolverme y ponerme nuevamente en marcha, pero al pasar había cerrado la puerta y, sin la llave adecuada, no había manera de abrirla desde donde estaba. Estuve a punto de entrar en pánico; pensé en golpear la puerta hasta que alguien viniera a rescatarme, pero deseché la idea ante la perspectiva de despertar a los otros inquilinos, con lo que mi torpeza se convertiría en una de las historias predilectas de la casa en las décadas venideras. Es notable cómo, en ciertas situaciones límite, sacrificamos el sentido común para no dejar al descubierto nuestras insignificantes vergüenzas.
Me volteé y con la magra luz del yesquero intenté examinar el lugar, pero era muy poco lo que alcanzaba a ver. Una corriente de aire apagaba la llama con facilidad —extrañé mi celular con amargura—, por lo que tuve que protegerla con una mano mientras bajaba los escalones. Pasé al lado de un enorme cubículo de metal y me asomé con cautela. Dentro había una lavadora, una secadora y unas cestas con ropa. Ya me iba cuando advertí un interruptor y encendí la luz.
Dado el ángulo de la puerta sólo se iluminaban unos cuantos metros de la estancia, pero alcancé a ver que frente a mí se extendía una especie de terraza que afortunadamente estaba abierta por el lado opuesto a la puerta por la que entré. Por la diferencia de altura entre la escalera por la que había subido hasta el primer piso y la escalera por la que había rodado hasta la terraza, deduje que se trataba del techo de la planta baja. Después de atravesar una tabiquería de metal, me encontré a cielo abierto.
Seguí caminando hasta que la terraza dobló haciendo esquina con el borde de la casa, donde me detuve para mirar el tramo recorrido y el que me quedaba por recorrer. Salvo algunos detalles, ambos eran exactamente iguales. Ya no puedo perderme más, pensé antes de continuar. Esperaba que en algún punto hubiera una manera de entrar a la casa, aunque fuera otra escalera inesperada, aunque cayera como un costal de papas en el jardín, de donde no me levantaría hasta que la señora me hallara en la mañana.
Pero al llegar a la siguiente esquina el camino se cortaba en un breve recodo techado donde unos sacos de cemento apilados cerca de la pared recordaban que la casa todavía podía seguir creciendo. Vencido, bajé uno de los sacos para ponerlo en diagonal sobre los otros, y me recosté. Encendí un cigarrillo y lo fumé con la calma de la derrota mientras enumeraba todas las cosas que habían salido mal. Haber rodado por aquellas escaleras no era una de ellas: era sólo la consecuencia de todas ellas. Era el resultado infausto de haber asumido como una ele lo que en realidad era una te, de haber perdido el celular, de haber llegado después de las diez de la noche, de haberme emborrachado, de haber confiado en la guía diaria de la señora, de no haber avanzado con mi vecina impúdica, de haber alquilado esa habitación.
Apagué el cigarrillo con el pie y noté que tenía mojado el zapato. Una llovizna había empezado mientras yo me sumergía en autocompasión. Me acurruqué debajo del techo pero pronto la llovizna se convirtió en lluvia, y se me hizo obvio que a todos los peligros que había corrido debía agregar ahora la posibilidad de morir de un catarro. Tratando de protegerme me puse de pie sobre los sacos que estaban pegados a la pared, y fue así como vi que ésta conectaba con otra que quizás me serviría para entrar a la casa o caer al jardín.
Apilé los sacos uno sobre otro con toda la rapidez posible, pero aun así estaba empapado cuando me subí a ellos y pude encaramarme en el borde de la pared. En efecto, otra pared se iniciaba perpendicular a la de la terraza. Podía ver el jardín a mi izquierda, pero un saliente de la casa hacía casi imposible lanzarse hasta allá con seguridad. A la derecha tenía el camino libre para caer sobre una nueva terraza, más estrecha y corta que la que acababa de dejar. No lo pensé demasiado y salté.
La caída no fue tan leve como esperaba. Me lastimé la rodilla que había salido ilesa cuando rodé por las escaleras y maldije entre dientes. Al fondo vi una esquina y caminé hacia ella, ya sin más expectativas que encontrar un techo donde guarecerme. Pero al cruzar la esquina me encontré con otro tramo de terraza que terminaba en una puerta abierta, y a través de ésta, a lo lejos, divisé con alborozo los inconfundibles pasillos de mi segundo piso, el tercero según la señora. Me dirigí hacia allá con tanta velocidad como me lo permitieron mis rodillas maltrechas, pero al atravesar la puerta volví a caer.
No había salido por una puerta, sino por un extraño saliente que de seguro estaba ahí por un error de cálculo del difunto, pues no podía imaginar algún fin práctico para semejante desnivel. En todo caso, ya estaba donde quería. Sólo tenía que llegar a mi habitación y encerrarme hasta el lunes. Me olvidaría de mi vecina. Me haría un mapa de la casa. Me compraría una linterna. Me mudaría.
Un último destello de pesimismo me hizo pensar que quizás había perdido mis llaves en alguna de las caídas previas. Pero no: allí estaban, dóciles y fieles al fondo del bolsillo del pantalón. Aseguré el llavero pasando el dedo índice por su aro y empecé a caminar hacia mi pasillo, del que me separaban sólo unos metros. Cuando llegué a mi puerta apoyé mi frente en ella con alivio y me quedé allí unos segundos, respirando profundamente, sintiendo la sangre correr por mis sienes. Lo único que podía desear en el mundo, la cama, estaba al otro lado. Saqué el dedo del llavero y empujé la llave, pero no entró. Creí que había calculado mal, así que encendí el yesquero para ver bien la cerradura. Pero la llave no entró. Tampoco entró ninguna otra. Simplemente no era mi puerta.
Tratando de no perder la compostura, salí al pasillo principal. Con toda seguridad me había equivocado de pasillo con tanto golpe y tanta caída. Caminé hasta el siguiente pasillo, que era exactamente igual al anterior y, claro, al mío. Encendí el yesquero y probé con sumo cuidado cada llave. Ninguna entró. Fui al siguiente pasillo, y al siguiente, siempre en vano. Cuando salí al pasillo principal para intentarlo con el próximo, miré hacia abajo a través del hueco central.
Sobre el techo de la planta baja, los sillones para los inquilinos dormitaban en silencio bajo la luz de la luna. Ya no me importa nada, me dije. Bordeé el hueco central buscando la escalera con la intención de bajar para dormir lo que quedaba de madrugada en uno de los sillones, aunque se alarmaran los habitantes de la casa al encontrarme en la mañana mugriento y cubierto de sangre. Caminé durante un buen rato y en cierto punto me di cuenta de que estaba viendo los sillones en la misma posición que al principio. Había completado una vuelta y no había dado con la escalera.
Entonces tomé una decisión desesperada. Había caído por todos los huecos de la casa excepto por el hueco central; de cualquier manera, caer otro piso no podría hacerme más daño. Al alzar la pierna sobre la baranda me golpeé la rodilla y maldije mordiéndome un puño. Un dolor punzante me oprimía el pecho y pensé que iba a tener un infarto, pero un segundo después supe que eran sólo ganas de llorar. Bajé de la baranda, me acosté en el piso y lloré con todas mis fuerzas, pero en silencio. No quería despertar a nadie.
Cuando me repuse volví a treparme a la baranda, esta vez con más cuidado. Pasé la pierna con mayor elevación que la primera vez a fin de evitar un nuevo golpe, y pronto pude hacer palanca con mi muslo para levantar la otra pierna. Ya con las dos piernas del otro lado, me agaché agarrándome con fuerza a la baranda. Dejé un pie en el vacío y luego el otro, mientras me sostenía con los brazos enredados en la baranda tratando de reducir la altura de la caída tanto como fuera posible.
Solté mi brazo izquierdo y quedé suspendido en el aire, retenido sólo por el derecho, aún sin la resolución para soltarme pero consciente de que ya no había nada más que hacer. Estaba mirando hacia abajo para prepararme cuando escuché un ruido y alcé la cabeza. Detrás de la baranda aparecieron de pronto sus pezones pequeños y erguidos, su sexo cuidadosamente rasurado. Me miraba con una expresión vacía, como alguien que de pronto siente curiosidad por conocer el color de una prenda o el sabor de una fruta. Fue la única vez que me miró a los ojos. El sobresalto me hizo soltar la baranda, y caí.
El sábado me encontró la señora en un estado lamentable. Estaba ensangrentado, con la ropa aún húmeda y el cuerpo lleno de magulladuras. No se alarmó tanto como pensaba. Me revisó tratando de descartar cualquier posible fractura y luego me ayudó a sentarme en uno de los sillones. Corrió a la planta baja y minutos más tarde regresó con una taza de café y mi celular, que acababa de hallar en un rincón de la salita. Cuando estuve más repuesto me guió por escaleras y pasillos hasta que llegamos al segundo piso, el tercero según ella, y entré al fin a mi habitación.
Dormí casi todo el día. En la tarde, después de un baño, empaqué mis cosas y bajé. Entonces sí encontré al primer intento las escaleras del segundo al primer piso, advertí la puerta adicional en el pasillo que no tenía forma de ele sino de te, llegué a las escaleras del primer piso a la planta baja, todo sin dificultad alguna. Pensé con acritud que la casa, en efecto, era un organismo vivo, y que había enfilado toda su batería de anticuerpos para expulsarme. La señora ya tenía listo el cheque con el reembolso de mi pago y me había llamado un taxi.
Le pedí al conductor que tomara la calle entre la casa y el galpón. Esperaba ver por última vez a mi vecina fumando desnuda con sus ventanas abiertas, quizás decirle adiós con la mano aunque no estuviera mirando. Pero no había nadie.



Este cuento “Minotauro” obtuvo una mención honorífica en el 10º Concurso Nacional de Cuentos de Sacven, “por su solvencia al narrar en clave de relato psicológico, y con tintes fantásticos, el oscuro laberinto interior de la naturaleza humana y sus pulsiones”, según el jurado conformado por Hensli Rahn, Ricardo Ramírez Requena y Violeta Rojo.

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