sábado, 3 de septiembre de 2016

Alis Darnott: el poeta de Pompeya



  Francisco Arévalo

Suelo hacer ejercicios de memoria que me reconfortan. Hace poco conseguí a un conocido que compartió conmigo la amistad del poeta Alis Darnott. Admitimos con generosidad y picardía que Alis fue un ser con particularidades excepcionales.

Rememorar espacios y momentos es deleitoso y placentero. Alis fue protagonista inobjetable en lo que atañe y se relaciona con la poesía moldeada en esta ciudad contradictoria, que se ama y se llega a detestar en misma medida. Es que en esta ciudad pasa de todo y pareciese no pasar nada. De cualquier chistera o sujetador sale un dinosaurio o para ser más auténticos una anaconda o una tragavenao.

La poesía es un recurso valiosísimo en quien la ejercita o cultiva, tiene entre sus virtudes descubrir las perversiones del poder, ese lado ya no tan oscuro que deviene en maldad pura, de simpleza y proverbio digno de emular a La Comédie Humaine, de Honoré de Balzac, por allá en el 1830 francés.

A los que hacen de ostentadores del poder general ya no les importan las formas, lo que les interesa es el fondo del saco, el preciso madero con lo que se le va a dar a la piñata de manera de agarrar lo más posible en el más breve tiempo. Darnott me lo decía e insistía por los intermedios de los años 80. Siempre estuvo claro, es por eso que se le endilgaba esa categoría de conflictivo que no era otro motivo que ser incómodo por no compartir la injusticia y la “discrecionalidad administrativa como se manejaba la cosa pública” que para aquel entonces era el centro como ahora en todas las instancias.
El poeta se burlaba de los fantoches sociales con un cinismo único, esos que prometen tanto como sus movimientos respiratorios, hablamos de los políticos oficiosos de la nadería o la ramplonería que acribillan a la inteligencia y que de la misma no morirán como acuso uno a otro por estos días.

Por más que quise aprender su culta manera de decirle ridículo a quienes lo hacen desde que se paran hasta que se acuestan, no he podido. Alis era el mejor. Eso lo reconoció el conocido quien me motivó a escribir estas líneas de catarsis, ante la sordidez que nos acaba el ánimo y de súbito si no se anda mosca, la vida.

Con las ocurrencias del poeta por poco nos infartamos de la risa esa tarde de lunes. Por cierto a menos que lea este texto, nunca sabrá que él estaba en el cartel de los ridículos que emulaba mi pana Alis, era o es de los primeros de la fila.

Alis era incansable en la búsqueda de algo que se define como bienestar de su familia y no es más que la entrada y salida a estos tiempos donde uno sobrevive aferrado a la mascarilla social. Siempre estuvo detrás del golpe de suerte que lo sacara de las limitaciones económicas propias de una sociedad que está todavía por definir sus parámetros de progreso social. Trabajó en instituciones pero donde se vio a sus anchas fue en el periodismo. Laboró en radio y en la prensa escrita, bien como articulista bien en las mesas de redacción. Pero teniendo claro que era la poesía por la que tenía razón de ser sus disquisiciones y polémicas, que fueron copiosas e interminables, estaban siempre signadas de un pensamiento progresista que por supuesto era descalificado e inclusive perseguido. Me pregunto qué sería de mi amigo Alis con estos devaneos y disfraces ideológicos que hoy andan a sus anchas hablando de cosas y teorías que tienen sentido es en los bienes que han adquirido desde la oscuridad de la vieja manera de hacer política.

Creía en el arte como principio y fin de la vida, lo recuerdo sudando en su carrito amarillo sin aire acondicionado entrevistando a los pintores que después integraron sus 42 pintores guayaneses, como también los pintores tachirenses. Era el ser más optimista que he conocido, creer en las artes plásticas, en el teatro, en el cine de culto, en la música sinfónica y en la poesía en una sociedad estructurada hasta en lo más mínimo con los residuos del rentismo minero petrolero es algo así como una utopía, como esperar que una vaca pariera camellos.

Con el poeta Darnott compartí los inicios de este oficio que todavía no me ha dejado tranquilo. Sigo en la literatura aferrado a más sinsabores que placeres. Me gusta el lado semioscuro de la incertidumbre, ése que convoca a descifrarlo olvidando el mundo de lugares comunes y seres comunes que no van ni llegan de ninguna parte, eso se lo debo a Darnott, mi amigo inconfundible y particular que filosofaba acariciándose la barba candado que hasta el final usó.

Recuerdo que me dijo una tarde en un cafetín que estaba en el Trébol I, sitio de agite y moda económica del intermedio de los años 80 del siglo pasado, que escribiera hasta que doliera porque eso es lo que le deja un oficioso y creyente de la palabra al país que lo nace, y sigo creyendo en eso que me dijo el poeta Alis unas cuantas décadas atrás...

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