domingo, 18 de agosto de 2024

 

 

ENCUENTROS CON LA CENSURA

Carlos Yusti

La iniciación a la lectura tiene varias etapas. En mi caso comenzó por las comiquitas de los diarios, las novelitas vaqueras, luego las policiacas y al final del túnel estaba esa luz impecable, lúcida y límpida de los clásicos. Sthendal fue el primer autor de fuelle que leí con deleite. Luego cuando mis hormonas despertaron mi curiosidad mi atención se centró en determinados libros marcados como prohibidos. El Decamerón y las novelas del Marqués de Sade me proporcionaron esa otra dimensión de la literatura que se extralimita, que pisa la grama de los prejuicios y dogmas preestablecidos por el poder eclesiástico o político.

La censura tiene variadas aristas y muchas veces se vale del guirigay leguyerico para asestar sus golpes. Escribir es siempre exponerse, es quedar al descubierto y ser presa de la censura y demás florituras recalcitrantes de ciertos personajillos del poder político (o de la casa cural de la parroquia) que buscan por todos los medios que la escritura sea incolora, indolora y carente de faltas y erratas políticas.

Mis encuentros con la censura tienen menos de tragedia y más de teatro de equivocaciones cómicas. Cuando cruzaba en bicicleta mis 16 años edité con otros amigos (“Animales Krakers” se llamaba el grupo) una revista con pretensiones literarias (tenía más pretensión que literatura por supuesto), pero que en el fondo sólo buscaba pasarse de la raya. Su estilo escatológico y bilioso fue su marca de fábrica.

La revista era una burla a todas esas revistas literarias modosas y telarañosas que cuidaban con esmero la ortografía y el estilo literario en pedante y que, como era lógico, jamás publicarían nuestros textos primerizos. La revista tenía ese tufo de pared de baño público: dibujos, groserías, poemas. Rimas jocosas y aforismos veloces impregnaban sus páginas e incluso a los 500 ejemplares del segundo número en una de sus páginas, que tenía el dibujo de una mujer desnuda, le encolamos pelos reales obtenidos en una peluquería. La crítica tardó, pero llegó como un dardo y se publicó en un periódico: “La publicación recoge relatos, poemas, artículos de opinión de sus integrantes y colaboradores y, del comienzo al fin, una muy abundante porción de penes, senos, vaginas “adornadas” con pelos no sabemos de qué procedencia al lado de otras muchas menudencias. (…) Con los “Krakers”, con sus ideas, decimos (y con quienes andan en la misma onda dentro o fuera de “Krakers”) que el arte y la literatura siguen amenazados con estancarse”.

Quisimos responder, exponer nuestros argumentos, pero no hubo manera y entonces comprendí lo escrito por Voltaire que la peor desdicha para el escritor es ser juzgados por necios. Además, los necios a veces van lejos: “Sobre todo cuando el fanatismo se une a la mediocridad, y a la mediocridad el espíritu de venganza”. Lo cierto del caso es que quienes firmaron ese texto contra los Krakers siguen en sus hazañas de censuras y como sapos cooperantes del régimen de turno.  

En otra oportunidad escribí en un periódico un artículo titulado “mujeres”, en el cual alababa el espíritu creativo de algunas mujeres, pero en algún aparte del texto incluí la frase de un amigo que me dijo que algunas mujeres nunca superaban la etapa de Harpía. Esto ofendió a un grupo de damas. A los pocos días me telefonearon del periódico que habían respondido a mi escrito, pero el diario no quería publicarlo por considerarlo bastante ofensivo. Me opuse, si algunas mujeres se sintieron afectadas en su dignidad era lógico que me pusieran en su sitio. El artículo se publicó y resultó un cactus espinoso, vengativo e insultante en el cual me llamaron chulo, homosexual y que mis pinturas debían quemarlas y a mi darme veneno.

Considerarse ofendido (o ultrajado en la dignidad) parece ser el motor que desata la censura intolerante contra el otro, además es cuestión de óptica. J. M Coetzee explica que una de las consignas del Congreso Panafricanista en los años 90 fue: “Un colono, una bala”. Coetzee escribe: “Los blancos señalaban la amenaza a sus vidas que contenía la palabra “bala”, pero, según creo, era “colono” lo que suscitaba una perturbación más profunda”.

Hoy los ofensores se han atrincherado en los periódicos y en el Internet. Los ofendidos por lo general son los políticos de saldo y oportunidad que padecemos y todas esas vacas sagradas que exhiben la dignidad como medallas sin considerar que la dignidad es una ficción por aquello escrito por Coetzee: “La ficción de la dignidad contribuye a definir la condición humana, y la condición humana contribuye a definir los derechos humanos. De este modo, hay un sentido real en el cual una afrenta a nuestra dignidad ataca nuestros derechos. Con todo, cuando, indignados por dicha afrenta, apelamos a nuestros derechos y exigimos reparación, haríamos bien en recordar lo insustancial que es la dignidad en que se basan esos derechos. Si olvidamos de dónde procede nuestra dignidad, podemos caer en una postura tan cómica como la del censor enfurecido”.

Todos tenemos dentro un censor muy bien guardado, pero quienes detentan cargos públicos son susceptibles a que ese censor aflore con rapidez más por estupidez que por algún parámetro mínimo de inteligencia. Detrás de un censor, o de quienes se prestan para hacerla de comisarios del silencio, se oculta un ciudadano, la mayoría de las veces, que guarda con celo en su escaparate particular sus vilezas, mientras su rostro de ciudadano ejemplar ocupa la escena pública.

Mientras los censores de todo pelaje afinan sus garras y se amparan en las leyes, el escritor, el periodista y el bloguero se las ingenia para seguir escribiendo todo aquello que saca de sus casillas a la administración.

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