jueves, 16 de abril de 2020

Entrar en el obra o comerse la banana


Entrar en el obra o comerse la banana

Carlos YUSTI



Al cruzar por primera vez un penetrable (hecho con hilos blancos) del artista Jesús Soto comprendí que yo formaba parte de la obra, que no era unestático espectador. En ese instante, de atravesar aquellos hilos, cerré los ojos e imaginaba que volaba por un banco de nubes. El arte puede encerrar lo simple, pero a su vez va más allá de tu asombro inicial para sumergirte en un hechizo que no se puede explicar con palabras. En los penetrables sonoros (conformadas por delgadas varas de aluminio) a medida que recorres las entrañas de la obra una armonía extraña deja su estela a cada paso.

Algo similar buscaba Mark Rhoko con sus granes lienzos, quería que el espectador se incorporara al cuadro y fuese capaz de palpar los entresijos del dolor con lo cuales fueron pintados. Muchos artistas buscan que su obra arrastre al público  a sus entrañas y de esta forma sacarlo de su comodidad y sumergirlo en esa desazón que asalta al creador al emprender su trabajo.

El mundo de los pintores es hondamente extraño. Con los pintores es poco probable que se hable de arte y conozco una buena porción. Con los escritores puedes conversar de libros, chismear acerca de otros escritores o hacer disertaciones, a dos voces, sobre distintos autores. No obstante con los pintores los diálogos son mínimos y los silencios se derraman por todos lados. Los pintores parecen lejanos, bocetos apenas y que cobran corporeidad real cuando entran en contacto con la tela o diseñan alguna obra conceptual.

Cuando visité al pintor y artista conceptual Ramón Espina en su taller me sentí un tanto decepcionado. Me esperaba un estudio lleno de papeles, pinturas, objetos inútiles, polvo, etcétera; en fin  una especie de caos al estilo del lugar de trabajo de Francis Bacon, pero nada: era un espacio desnudo. No había un libro por ninguna parte. En un rincón una hamaca. Al otro extremo, de una amplia habitación, una mesa limpia con apenas un boceto tridimensional, del tamaño de un cartón de leche, de la obra El paquete económico. Obra cuya realización resultó al final una estructura de aproximadamente ocho metros de altura realizada en madera, cartón y otros desechos, que se estuvo armando por un lapso de varios días en los terrenos del histórico Cerro El Gallo en San Félix. Esta actividad cultural, que contó con recitales poéticos y música, concluyó cuando la estructura ardió en llamas y se convirtió en residuo/arte efímero.

El estudio de Franklin Fernández, escritor, pintor y constructor de poemas objetos, es  muy distinto: Nada de caos. Todo parece estar organizado a conciencia e incluso la biblioteca posee una alineada disposición y pulcritud. El estudio de Ana Rosa Angarita, pintora, novelista y mitóloga, ocupa un espacio en su departamento y allí la anarquía también te deja respirar y el ambiente, a pesar de lo pequeño, es agradable. Los libros se encuentran en otro cuarto. Hay un diferencia significativa cuando el pintor también escribe poemas o cuentos.

Volviendo a Bacon y a su guarida hay un libro de Michael Peppiatt: Francis Bacon en el estudio. Que explora al pintor desde su lugar de trabajo. Para Peppiatt el espacio era de un asco tremendo e inhóspito: “No había alfombras y bombillos colgaban del techo como frutas malignas y brillantes, aumentando la sensación de desafío y amenaza que a menudo irradiaba la presencia de Bacon». Mención aparte el piso. Un basurero tenía más candor y estaba formado por  infinidad de adminículos variados «zapatos viejos, libros de arte caros, pinceles cubiertos de pintura seca, periódicos, suéteres de cachemira con manchas de pintura, algún que otro pasaporte, gafas de lectura, aerosoles de pintura acrílica y platos o cazuelas que había utilizado como paletas».

No sé si el espacio determina los derroteros que tomará el trabajo del artista. Yo trato de encontrar en los estudios de mis amigos pintores las motivaciones que mueven su diferentes trabajos. En una oportunidad le preguntaron a Bacon si había aprendido a pintar y este respondió: “En absoluto. Nunca sé cómo hacer un cuadro. La idea me viene —o no me viene— trabajando. Si pinto, ¿sabe usted?, es un poco por casualidad. Aprendí solo y nunca pensé que mi pintura despertaría interés. El hecho de vivir es una oportunidad. Nunca pensé en hacer carrera, como suele decirse. He trabajado y trabajado. Durante diez años, lo destruía todo. ¡Y todavía a veces pienso que debería de haber seguido destruyéndolo todo!”.

Creo que todo artista, aunque domine los vericuetos del dibujo, no sabe como realizar un cuadro, una obra conceptual, una instalación o un performance. El artista desearía que el espectador dejara de ser sólo un fisgón entrometido de la obra de arte y que se convierta en otro espectador-ejecutante. Que a su vez se trasmute en creador en ese instante que se integra a la obra y descubra de propia mano los calvarios creativos.

Todo esto escrito hasta el momento se convierte en broza cuando la “escultura” de Maurizio Cattelan: una banana pegada, con  cinta adhesiva industrial, a la pared, se convierte en el último hito/grito del arte en la actualidad. Avelina Lésper escribe: “La obra significó un gran esfuerzo para Cattelan, así debe ser, si algo caracteriza a este tipo de obras es que todas están por encima de las posibilidades de los artistas…”

Comerse la banana de Cettelan no es igual que ingresar en un penetrable de Soto, pero con respecto al arte nunca se sabe.

martes, 14 de abril de 2020

William Osuna y el poema traspapelado en la esquina


William Osuna y el poema traspapelado en la esquina

Carlos Yusti

Colocarle etiquetas a poetas y escritores no es mi fuerte. Cada creador literario no decide de manera consciente que derrotero seguirá su escritura, creo que esto se va dando de manera progresiva, además influyen otros factores como las capacidades intelectuales del escritor (o del poeta). Su equipaje repleto con los efectos personales de sus fobias, lecturas y afectos. Buena porción de escritores están marcados por el espacio en el que dieron forma a su niñez y adolescencia. La escritura es propensa de impregnarse de todas esas fragancias, de todos esos recuerdos y de esas vivencias clavadas como una astilla en el devenir de los días.



Al poeta William Osuna lo han encasillado como poeta urbano, vaya a saber cual es el significado (o la connotación) que eso tiene. Lo cierto es que él ha intentado saltar la barda de las etiquetas desarrollando su poesía, al margen de modas, en un contexto en la que la ciudad marca su territorio y le proporciona el material ineludible para su escritura poética. No es gratuito lo escrito por Alberto Hernández: “Tabernas, callejones, pensiones, aceras, funerales, manicomios, barrios, oficinas, discotecas: la ciudad y sus órganos vitales son los encuentros de William Osuna. Cada uno vierte la rebeldía, la soledad y el caos que teje un paisaje odiado y amado a la vez. La ciudad de Santiago de León de Caracas es una agresión, también una caricia”.

Como poeta no olvida su orígenes y en sus poemas queda al descubierto el barrio, la calle, el trapicheo de la jerga, los amigos y las andanzas que conforman su hoja de vida. La también poeta Daniela Saidman acota: “Imposible no imaginárselo corriendo detrás de una pelota de trapo en un baldío de Caracas, volando papagayos o jugando trompo en una calle empinada de una barriada, con las rodillas raspadas como cualquier niño travieso…”

En su poesía la ciudad se mueve como un animal vertiginoso y camaleónico, es algo así como un personaje de novela con sus tribulaciones y angustias. El río Guaire, que la atraviesa, posee también su personalidad, su cadencia y el poeta ha captado su sonoridad con perspicaz oído.

El discurso poético de William Osuna tiene un acento juglaresco, un tono narrativo que a veces se transmuta en una crónica que indaga la ciudad vivida desde sus bordes y con todos los sentidos; esa ciudad que en apariencia es Caracas, pero que muy bien podría ser cualquier ciudad del mundo.

El libro SAN JOSÉ BLUES 1923 (Monte Ávila Editores Latinoamericana, 2019), que se ha editado en varias oportunidades en otras distintas editoriales, está dividido en tres partes: San José Blues 1923, Epopeya del Guaire y Otros poemas. Cada segmento marca un itinerario que va de lo íntimo/personal a lo político y hacia la ciudad como espejo que refleja los sinsabores y luchas en ese cuadrilátero de la cotidianidad siempre sorprendente y sugestiva.

En este libro pueden encontrarse determinadas claves características de su poética: el poema extenso (legado quizá de sus noctívagas lecturas a los poetas de la generación Beat). Metáforas que cruzan el paso de cebra surrealista. Sincretismo musical, que deja sus huellas en cada texto. Lo escrito por Héctor Seijas es pertinente: “La visión heterogénea y heterodoxa de la ciudad le permite a William Osuna la conjugación de registros verbales cuya esencia y fortuna son la expresión de modalidades y estilos musicales que comprenden la nostalgia del tango (Gardel), el grito contestatario del rock (Woodstock), la balada de amor (Elvis, los italianos), el blues (B.B. King),…” Y como punto final está esa atmosfera enrarecida de absurdo que el poeta plasma como un componente  sorpresivo e inusual de la ciudad.

Sus poemas dan cuenta de los amores y desamores que transitan por las calles, del delirio y la soledad que bajan por los desagües de esos callejones iluminados de basura y pestilencia. Poemas que escrutan esa lírica pedestre que se fragua en el bar de mala muerte; con la fichera de turno narrando los artilugios de la vigilia en esa penumbra domesticada con alcohol y música de rocola.  

En los poemas de William Osuna la muerte camina por las calles como otro ciudadano de a pie:

la otra noche un camionero colombiano la vio en un
callejón de Catia
La bombió contra unos peroles de basura, y tirándole
un collarín
de ajo, le gritó en fuga: «bien lejos contigo, híjole,
a’ su madre
con ese ajiley». «Será que la muy bacana no respeta».

William Osuna se encuentra atrincherado en ese bando de quienes sufren la historia. A pesar de ello trata de no imprimirle un eco panfletario a sus poemas y en una entrevista confesó: “…cuando uno trabaja con las palabras, sobre todo en la poesía, las palabras son multívocas y polisémicas, en poesía es muy difícil que los signos tengan la referencia inmediata, porque es muy manido, muy panfletario, lo que buscamos es la altura poética, pero que contenga las admoniciones que uno pueda tener ante las injusticias,…”

Todo lo que disfruté quedó en un zanjón.
Estas imágenes vinieron conmigo.

Veo en la calle que va a Palacio,
la ceremonia de los huesos. A un país vuelto cero
en polvo
en las despensas de la mala calle. En un aro de humo
a los desempleados comerse los cables
sobre el basurero de los días.

A los manes de mi ciudad venidos de la sombra
estrangulados por los cuatro límites.
A los que se censaron en los grandes partidos
Acumulando fangos y el espejo les devolvió hocicos
de cerdo
mientras reían frente a un teatro clausurado.

(Fragmento: Piedra vieja[ I ] )

La jerga de la calle subraya en el poema ese diálogo con el otro sin ese cincelar de la metáfora en busca de la belleza y del verso cocinado en el fuego de los días y no con el diccionario y la gramática:

Piedra Vieja, estoy enculebrado, las chicas de la
avenida Roosevelt
me olvidaron. Ayer frente a las puertas de la altiva
ciudad,
vi cómo el polvo había disipado con todos los hierros
los amores que perdí.
Mis poemas fueron inútiles.
Ninguno abrió las puertas del Reino.

(Fragmento: poema Piedra vieja[ I ] )

Sus lecturas se incorporan en su discurso poético y todo viene atado con ese ritmo del frenesí mordiente:

…en este barrio iluminado
como lujoso burdel de los años 50
dije mis canciones
aquel poema de Pavese
que tanto me gusta
cuando voy en los toneles
de la ebriedad
mis ganas de voltear mesas
a un lado del camino
mi tronco político
aquí siempre tengo 13 años
y a unos amigos
que Buendianamente perdieron
todas sus batallas

(Fragmento: poema Discurso preparado por el escribano cuando los castaños-El cementerio cumpla su primer milenio)

En ocasiones el poema es vaticinio crítico, una visión del futuro que le espera a un poeta pasado de moda. Aguijoneando al poema breve y esos inconfundibles ademanes prestados del haiku​:

En este verano se impondrán los poemas cortos,
seis dedos más arriba de la rodilla con chivita
fu-manchú, hilo chino de la mejor especie y
variaciones de rombo japonés.
Aún así no cambiaré ni el ruedo.
Trotaré por la ciudad entre restos de basura
y picos de botellas de espaldas al porvenir.
Seré como aquel disco tapablanca de los Beatles
que nadie escucha. Me guardarán en el sótano
como un viejo patín. Nadie bailará conmigo.
Celebraré al caballo, al perro y a la rueda.

(Fragmento: poema Modas)


Retuerce la metáfora hasta sus extremos chirriantes, busca sacarle el jugo de todas sus posibilidades; le da muchas vuelta de tuerca a las palabras, hasta encontrar la imagen en su explosión disonante:

Famosas fueron mis borracheras
en el Billy’s.
Famoso el sueño de Geraldine
donde sus bucles
crecían como tornillos mohosos
y ¡Dios! ella entera
se convertía en una flor hidráulica
que germinaba en medio de la noche.

(Fragmento: poema El desalentado)

Los poemas de encuentro/despedida a su madre son los más logrados de este libro. Son algo así como un canto elegíaco, pero bastante alejado del sentimentalismo tosco y si muy cerca del poema escrito en ese baldío sereno del dolor.  

Un poeta como Willian Osuna es un transeúnte que merodea por la locura inyectada en la ciudad, es un despistado que vaga por callejas inhóspitas buscando el poema en cada recoveco que la ciudad le ofrece. Se pierde en el estrepito del asfalto como buscando esquivar la jauría de escritorios de las oficinas que buscan devorarlo en el papeleo burocrático, donde la poesía es negada para privilegiar la cifra, la letra pequeña, el tragaluz del empleado del mes.

El poeta como juglar y ciudadano (junto con sus poemas, se entiende) se ha traspapelado con la ciudad, con la esquina del barrio, con el olor de hollín y monóxido que respiran las calles. Tararea, sin rumbo y en solitario, viejas melodías mientras su espíritu va elucubrando en silencio la metafora que lo redima o que salve a esa ciudad dibujada en sus pupilas. No tiene punto de contacto con esos poetas, trajeados de normalidad y peinados como los primero de la clase, redactando el poema de lenguaje impoluto, sin faltas políticas ni ortográficas, ni requiebros justicieros: el poema de belleza gramatical inexpugnable.  

En lo personal me gusta la poesía de William Osuna debido a ese tono irredento y barriobajero, me cautiva ese leimotiv de música popular que se filtra entrelíneas en muchos de sus poemas. Me anima esta poesía hecha desde la ternura y la rabia, mientras los politicastros de siempre van de gatopardianos vendiendo utopías al mayoreo.

La ciudad escribe el poema, relata la tragedia, narra el absurdo y la comedia. El poeta es apenas el escriba que anota en la servilleta del bar esa brumosa e imprecisa metáfora que pasa por la calle en volandas. El poeta con prontitud intenta atrapar ese celaje que se aleja para escribir ese poema sin horario ni constelaciones; para darle oportunidad a ese poema que coloque todo de cabeza y que a su vez también lo perturbe, que lo zarandeé un poco  hasta arrastrarlo a ese hueco de la perplejidad y la belleza, en este tiempo con veda de musas y la inspiración jubilada.

Octavio Paz escribió que “el poeta desaparece detrás de su voz, una voz que es suya porque es la voz del lenguaje, la voz de nadie y la de todos”. La voz de William Osuna se pierde en esa espiral de voces que circulan por la ciudad o que se escriben en sus paredes. La poesía de William Osuna le dice al lector que la ciudad puede leerse y de algún modo ésta también nos escribe. La ciudad como artefacto y el poema como llave (o herramienta) para descubrir sus infiernos, sus bellezas ocultas, sus revelaciones y esa singular estética que la moldea. La poesía de William Osuna le da un rasgo de prestancia a la ciudad, la convierte en un mito, en un canto, en un ave que vuela, en una barriada que asciende desde la calle a lo azul, donde la Luna semeja un decorado de utilería.

Me interesa ese desenfado de la metáfora desencuadernada con una belleza perturbada haciendo equilibrios en el alambre de los versos, pero con un pulso creativo preciso y sin medias tintas. Algo feroz se pasea por esta poesía de William Osuna; solo espero que ahora cercano al Poder, con su oficina a cuesta, no deje la perversidad de su verbo y que no se aquiete el tigre de su escritura por eso que él mismo ha escrito: “es menos perverso el tigre/encerrado en la quietud de sus rayas”.


William Osuna
Obtuvo en 2007 el Premio Nacional de Literatura. Ha dirigido el taller de poesía del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, Celarg (1981), y el taller de poesía de la Casa de la Cultura de Maracay (1982). En 1985 coordinó un plan de alfabetización en el barrio Los Erasos, en Caracas, y entre 1991 y 1995 impartió la cátedra de poesía en la Universidad Metropolitana. Ha publicado Estos 81 (1978); Mas si yo fuese poeta, un buen poeta (1978); 1900 y otros poemas (1984); Antología de la mala calle (1990 y 1994); San José Blues + Epopeya del Guaire y otros poemas, y Miré los muros de la patria mía (2004).