Entrar en el obra o comerse la banana
Carlos YUSTI
Al cruzar por primera vez un penetrable (hecho con
hilos blancos) del artista Jesús Soto comprendí que yo formaba parte de la
obra, que no era unestático espectador. En ese instante, de atravesar aquellos
hilos, cerré los ojos e imaginaba que volaba por un banco de nubes. El arte
puede encerrar lo simple, pero a su vez va más allá de tu asombro inicial para
sumergirte en un hechizo que no se puede explicar con palabras. En los
penetrables sonoros (conformadas por delgadas varas de aluminio) a medida que
recorres las entrañas de la obra una armonía extraña deja su estela a cada paso.
Algo similar buscaba Mark Rhoko con sus granes
lienzos, quería que el espectador se incorporara al cuadro y fuese capaz de
palpar los entresijos del dolor con lo cuales fueron pintados. Muchos artistas
buscan que su obra arrastre al público a
sus entrañas y de esta forma sacarlo de su comodidad y sumergirlo en esa
desazón que asalta al creador al emprender su trabajo.
El mundo de los pintores es hondamente extraño. Con
los pintores es poco probable que se hable de arte y conozco una buena porción.
Con los escritores puedes conversar de libros, chismear acerca de otros
escritores o hacer disertaciones, a dos voces, sobre distintos autores. No
obstante con los pintores los diálogos son mínimos y los silencios se derraman por
todos lados. Los pintores parecen lejanos, bocetos apenas y que cobran
corporeidad real cuando entran en contacto con la tela o diseñan alguna obra conceptual.
Cuando visité al pintor y artista conceptual Ramón
Espina en su taller me sentí un tanto decepcionado. Me esperaba un estudio
lleno de papeles, pinturas, objetos inútiles, polvo, etcétera; en fin una especie de caos al estilo del lugar de trabajo
de Francis Bacon, pero nada: era un espacio desnudo. No había un libro por
ninguna parte. En un rincón una hamaca. Al otro extremo, de una amplia
habitación, una mesa limpia con apenas un boceto tridimensional, del tamaño de
un cartón de leche, de la obra El paquete económico. Obra cuya realización resultó
al final una estructura de aproximadamente ocho metros de altura realizada en
madera, cartón y otros desechos, que se estuvo armando por un lapso de varios
días en los terrenos del histórico Cerro El Gallo en San Félix. Esta actividad
cultural, que contó con recitales poéticos y música, concluyó cuando la
estructura ardió en llamas y se convirtió en residuo/arte efímero.
El estudio de Franklin Fernández, escritor, pintor
y constructor de poemas objetos, es muy
distinto: Nada de caos. Todo parece estar organizado a conciencia e incluso la
biblioteca posee una alineada disposición y pulcritud. El estudio de Ana Rosa
Angarita, pintora, novelista y mitóloga, ocupa un espacio en su departamento y
allí la anarquía también te deja respirar y el ambiente, a pesar de lo pequeño,
es agradable. Los libros se encuentran en otro cuarto. Hay un diferencia
significativa cuando el pintor también escribe poemas o cuentos.
Volviendo a Bacon y a su guarida hay un libro de
Michael Peppiatt: Francis Bacon en el estudio. Que explora al pintor desde su lugar
de trabajo. Para Peppiatt el espacio era de un asco tremendo e inhóspito: “No
había alfombras y bombillos colgaban del techo como frutas malignas y
brillantes, aumentando la sensación de desafío y amenaza que a menudo irradiaba
la presencia de Bacon». Mención aparte el piso. Un basurero tenía más candor y
estaba formado por infinidad de
adminículos variados «zapatos viejos, libros de arte caros, pinceles cubiertos
de pintura seca, periódicos, suéteres de cachemira con manchas de pintura,
algún que otro pasaporte, gafas de lectura, aerosoles de pintura acrílica y
platos o cazuelas que había utilizado como paletas».
No sé si el espacio determina los derroteros que
tomará el trabajo del artista. Yo trato de encontrar en los estudios de mis
amigos pintores las motivaciones que mueven su diferentes trabajos. En una
oportunidad le preguntaron a Bacon si había aprendido a pintar y este
respondió: “En absoluto. Nunca sé cómo hacer un cuadro. La idea me viene —o no
me viene— trabajando. Si pinto, ¿sabe usted?, es un poco por casualidad.
Aprendí solo y nunca pensé que mi pintura despertaría interés. El hecho de
vivir es una oportunidad. Nunca pensé en hacer carrera, como suele decirse. He
trabajado y trabajado. Durante diez años, lo destruía todo. ¡Y todavía a veces
pienso que debería de haber seguido destruyéndolo todo!”.
Creo que todo artista, aunque domine los vericuetos
del dibujo, no sabe como realizar un cuadro, una obra conceptual, una
instalación o un performance. El artista desearía que el espectador dejara de
ser sólo un fisgón entrometido de la obra de arte y que se convierta en otro
espectador-ejecutante. Que a su vez se trasmute en creador en ese instante que
se integra a la obra y descubra de propia mano los calvarios creativos.
Todo esto escrito hasta el momento se convierte en
broza cuando la “escultura” de Maurizio Cattelan: una banana pegada, con cinta adhesiva industrial, a la pared, se
convierte en el último hito/grito del arte en la actualidad. Avelina Lésper
escribe: “La obra significó un gran esfuerzo para Cattelan, así debe ser, si
algo caracteriza a este tipo de obras es que todas están por encima de las
posibilidades de los artistas…”
Comerse la banana de Cettelan no es igual que
ingresar en un penetrable de Soto, pero con respecto al arte nunca se sabe.
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