domingo, 31 de julio de 2016

Dos novelas Epistolares



José Carlos De Nóbrega


En 1953, Camilo José Cela publica una conmovedora novela epistolar que destila un lirismo muy personal y bizarro. Se trata de “Mrs. Caldwell habla con su hijo”, una extensa carta escrita por esta ciudadana del Imperio Británico. Es una salvaje declaración de Amor Loco Maternal por Eliacim, su hijo ahogado en las aguas del Mar Egeo. El epistolario no sólo se convierte en el monólogo tragicómico de tan compulsiva madre, sino en la ilación contingente de breves poemas en prosa que constituye su sostenido pulso discursivo. No en balde el lugar desde donde la pícara y deprimida matriarca escribe sus cuitas, esto es la sórdida y alienante reclusión en el Real Hospital de Lunáticos. La novela se forja una obsesiva apología amorosa que podemos acompañar con la revisita al Cantar de los Cantares de Salomón, el capítulo 13 de la primera epístola de San Pablo a los Corintios e incluso la doliente carta viva que es “La luna no es pan de horno” de Laura Antillano. El narrador de segunda persona está tocado por el desvarío poético y estético, la polifonía del habla bipolar y la ruptura con lo real por vía de gags hilarantes a lo Groucho Marx: “En el hospital donde Dorothy murió, hijo mío, los entierros son tan cómodos que las flores nunca llegan a tiempo”. Por fortuna, la escritura no se encorseta en malparidas moralejas sosas ni en sus virtudes terapéuticas: Apuesta a perdedor en el solaz que nos causa la transfiguración poética de las almas, los objetos y los paisajes. El fetichismo, las ansias incestuosas solapadas por la madre y una presencia de ánimo anarquista y naif complacen la mirada sentimental y estética del lector, no obstante y muy a favor de la multiplicidad de lecturas encontradas. No triunfa la Política de Ultratumba regentada por la institución religiosa, ni la reinserción social que ofrecen las penitenciarías y los manicomios. Dejemos que la señora Caldwell se reencuentre consigo misma en la búsqueda febril de su hijo, no importa su brújula disfuncional ni la tonada astillada y repetitiva de sus letanías de amor.

Casi tres décadas después, Laura Antillano publica “Perfume de Gardenia” (1982), novela que se deriva de uno de sus cuentos más entrañables, “La Luna no es Pan de Horno” de 1977. El cuento es una larga y desgarrada carta que la hija dirige a su madre quien desertó del mundo de los vivos. El inicio confiesa la confrontación inconclusa y amorosa de ambas mujeres en el desconsuelo y la desesperanza: “Usted, Señora Mía, me dejó como regalo el desgarre, y siempre tuvo la victoria final”. El balbuceo del caos emocional, el resentimiento, la identidad y la empatía cobrarán un desarrollo intertextual en el corpus novelístico. Sólo que, fiel a un mestizaje carnal y cultural, el discurso mixtura el género epistolar, los diarios, la novela histórica y la lírica. Nos complace su fragmentación en episodios breves y contingentes, lo cual vincula a Laura con Machado de Assis y el Cela de Mrs. Caldwell por obra y gracia del ejercicio escritural de raza. El rompecabezas enternecedor de la novela simula tanto el ensamblaje plástico de materiales diversos como la redacción, improvisación y escenificación lúdicas del texto dramático para títeres. Los narradores de primera y segunda persona, se asimilan a la mano que acaricia las afelpadas entrañas de sus personajes: La abuela, la madre, el padre, Pedro y la niña que otea el mundo de los adultos y demarca una paisajística propia desde debajo de la mesa del comedor. La fusión de lo culto y lo popular patente en la poesía de Ana Enriqueta Terán, Neruda y Vallejo además del cancionero latinoamericano, no se reduce a la cita culterana falsa ni al dato anecdótico. Por el contrario, son factores incidentales en la configuración de las atmósferas emotivas que mueven al lector enamorado. La sensualidad de las imágenes se desliza en la ausencia del escándalo, remitiéndonos a la tersa y erótica imaginería de Lourdes Armas, la afectuosa caligrafía disciplinada del patriarca e incluso una fotografía que dispone la tensión deliciosa entre un par de tirantes y unos senos turgentes que se abalanzan sobre el espectador. La ruptura temporal no obedece a modas vanguardistas literarias, sino al despliegue de esta novela de formación en tres momentos generacionales que van y vienen como en un tiovivo. El compromiso político es incontrovertible pues supone conversar vivamente con la Historia que va a la par de las crónicas urbanas del Nuevo Periodismo. Por ejemplo, la sombría incertidumbre del Chile de 1973 y la apuesta por el reencuentro de varones y mujeres en una sociedad libertaria. A propósito, les recomendamos el breve episodio sobre El museo de cera, acto de afirmación femenino a contracorriente de los tabúes y fetiches ideológicos y sexuales. Adriana se inventa a sí misma, al punto de transparentar la Narrativa de la mismísima Laura: “La aventura de la novela es la escritura, su poder de seducción como objeto que se integra de la nada”. Mejor aún, la novela deviene en una maravillosa topografía de la venezolanidad que nos contenta mucho.


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