José
Carlos De Nóbrega
En
1953, Camilo José Cela publica una conmovedora novela epistolar que destila un
lirismo muy personal y bizarro. Se trata de “Mrs. Caldwell habla con su hijo”,
una extensa carta escrita por esta ciudadana del Imperio Británico. Es una
salvaje declaración de Amor Loco Maternal por Eliacim, su hijo ahogado en las
aguas del Mar Egeo. El epistolario no sólo se convierte en el monólogo
tragicómico de tan compulsiva madre, sino en la ilación contingente de breves
poemas en prosa que constituye su sostenido pulso discursivo. No en balde el
lugar desde donde la pícara y deprimida matriarca escribe sus cuitas, esto es
la sórdida y alienante reclusión en el Real Hospital de Lunáticos. La novela se
forja una obsesiva apología amorosa que podemos acompañar con la revisita al
Cantar de los Cantares de Salomón, el capítulo 13 de la primera epístola de San
Pablo a los Corintios e incluso la doliente carta viva que es “La luna no es
pan de horno” de Laura Antillano. El narrador de segunda persona está tocado
por el desvarío poético y estético, la polifonía del habla bipolar y la ruptura
con lo real por vía de gags hilarantes a lo Groucho Marx: “En el hospital donde
Dorothy murió, hijo mío, los entierros son tan cómodos que las flores nunca
llegan a tiempo”. Por fortuna, la escritura no se encorseta en malparidas
moralejas sosas ni en sus virtudes terapéuticas: Apuesta a perdedor en el solaz
que nos causa la transfiguración poética de las almas, los objetos y los
paisajes. El fetichismo, las ansias incestuosas solapadas por la madre y una
presencia de ánimo anarquista y naif complacen la mirada sentimental y estética
del lector, no obstante y muy a favor de la multiplicidad de lecturas
encontradas. No triunfa la Política de Ultratumba regentada por la institución
religiosa, ni la reinserción social que ofrecen las penitenciarías y los
manicomios. Dejemos que la señora Caldwell se reencuentre consigo misma en la
búsqueda febril de su hijo, no importa su brújula disfuncional ni la tonada
astillada y repetitiva de sus letanías de amor.
Casi
tres décadas después, Laura Antillano publica “Perfume de Gardenia” (1982),
novela que se deriva de uno de sus cuentos más entrañables, “La Luna no es Pan
de Horno” de 1977. El cuento es una larga y desgarrada carta que la hija dirige
a su madre quien desertó del mundo de los vivos. El inicio confiesa la
confrontación inconclusa y amorosa de ambas mujeres en el desconsuelo y la
desesperanza: “Usted, Señora Mía, me dejó como regalo el desgarre, y siempre
tuvo la victoria final”. El balbuceo del caos emocional, el resentimiento, la
identidad y la empatía cobrarán un desarrollo intertextual en el corpus
novelístico. Sólo que, fiel a un mestizaje carnal y cultural, el discurso
mixtura el género epistolar, los diarios, la novela histórica y la lírica. Nos
complace su fragmentación en episodios breves y contingentes, lo cual vincula a
Laura con Machado de Assis y el Cela de Mrs. Caldwell por obra y gracia del
ejercicio escritural de raza. El rompecabezas enternecedor de la novela simula
tanto el ensamblaje plástico de materiales diversos como la redacción,
improvisación y escenificación lúdicas del texto dramático para títeres. Los
narradores de primera y segunda persona, se asimilan a la mano que acaricia las
afelpadas entrañas de sus personajes: La abuela, la madre, el padre, Pedro y la
niña que otea el mundo de los adultos y demarca una paisajística propia desde
debajo de la mesa del comedor. La fusión de lo culto y lo popular patente en la
poesía de Ana Enriqueta Terán, Neruda y Vallejo además del cancionero
latinoamericano, no se reduce a la cita culterana falsa ni al dato anecdótico.
Por el contrario, son factores incidentales en la configuración de las
atmósferas emotivas que mueven al lector enamorado. La sensualidad de las
imágenes se desliza en la ausencia del escándalo, remitiéndonos a la tersa y
erótica imaginería de Lourdes Armas, la afectuosa caligrafía disciplinada del
patriarca e incluso una fotografía que dispone la tensión deliciosa entre un
par de tirantes y unos senos turgentes que se abalanzan sobre el espectador. La
ruptura temporal no obedece a modas vanguardistas literarias, sino al
despliegue de esta novela de formación en tres momentos generacionales que van
y vienen como en un tiovivo. El compromiso político es incontrovertible pues
supone conversar vivamente con la Historia que va a la par de las crónicas
urbanas del Nuevo Periodismo. Por ejemplo, la sombría incertidumbre del Chile
de 1973 y la apuesta por el reencuentro de varones y mujeres en una sociedad
libertaria. A propósito, les recomendamos el breve episodio sobre El museo de
cera, acto de afirmación femenino a contracorriente de los tabúes y fetiches
ideológicos y sexuales. Adriana se inventa a sí misma, al punto de
transparentar la Narrativa de la mismísima Laura: “La aventura de la novela es
la escritura, su poder de seducción como objeto que se integra de la nada”.
Mejor aún, la novela deviene en una maravillosa topografía de la venezolanidad
que nos contenta mucho.
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