MIYÓ VESTRINI, EL PERIODISMO QUE DESNUDA
Alberto
Hernández
1.-
Doblar las rodillas,
bajarse un poco la falda para ocultar el muslo. Subirse los lentes. Alejar el
cigarrillo de los labios. Aplastarlo contra la superficie del cenicero.
Distanciarse del afecto para entrar de seguidas en una faena donde quien
pregunta guarda silencio mientras el entrevistado queda al desnudo.
A veces el pudor destaca
la coloración de quien mira de soslayo la entrada de la madrugada, la salida
del sol o el lento disfrute de varios tragos de licor al amparo del silencio y
de muchas bocanadas que quedarán en el papel.
Miyó Vestrini trabaja a
altas horas de la noche. Usa una ropa que la acerca a una escolar. O a una
aeromoza. Sus grandes lentes la aproximan a una vidriera surtida de ideas, de
vivas imágenes. Entonces lanza la pregunta, pero previamente suscita una
atmósfera traducida en sumario.
Desdobla las rodillas.
Se acomoda de nuevo la falda. Mira a los ojos a Caupolicán Ovalles (Guarenas,
Miranda, 1936 - Caracas, 2001) para comenzar su rutina, y así con los demás
entrevistados, especie de víctimas que saben a qué atenerse porque la conocen:
al filo del cuchillo de su voz, a la agudeza de algún desvío. Entonces ella,
Miyó Vestrini, como en un ritual, se sube los lentes y repregunta. Labor del
periodista, repreguntar, hundir la navaja. Pero Caupo, andariego, responde con
la fuerza de sus mitos personales. Con el padre casi olvidado, con el abuelo a
cuestas.
“-En mi elegía al padre,
que debería ser definido como un libro anti-padre, se maneja la molestia y la
melancolía de su muerte”. Y así continúa, descolgado de la nostalgia que lo
oprime, aunque a veces la niega. “No me gusta hablar de mí”, pero habla. Y se
pasea por la República del Este, entre la política y la poesía. Entre sus dos
máscaras. En el Jano que lo marca con dos cédulas de identidad, entre los
amigos y los que no lo son tanto, en el deseo de “ser una combinación de Aly
Khan, Hamlet y Porfirio Rubirosa”.
Y después Elías Vallés,
el enterrador de la comarca, pero también el que escribe desde la vida. El
sepulturero de casi todos los escritores y artistas de este país. El que va a
la morgue y trae el cadáver del amigo. El que los maquilla con onoto. El que
lee y teme que lo lean aunque anda con escribidores y forajidos intelectuales
de la república que fundara en Sabana Grande.
César Cortez y sus
semblanzas en pantalla. Cortez gira, danza en una cinta de película. Entre la
viveza de sus imágenes y la de él mismo. “Aquí entre nos, me dicen vivo porque
lo soy. Pero la viveza es inteligencia y sería idiota decir que soy bruto. Se
necesita ser muy inteligente para sobrevivir a diez años de guerra, a un
nacimiento en Barinitas, a las obras completas de Vallejo, tomadas como una
merengada, “tucún-tucún”.”
Y sentirse perseguido,
acosado por viejos fantasmas, pese a no “tener conmiseración con nadie”.
Así se desenrolla este
cineasta que Vestrini dejó a la intemperie de su más hondo interior.
Alfredo Silva
Estrada (Caracas, 14 de mayo de 1933 -
15 de octubre de 2009) vive de sus rupturas. Así se percibe y así lo acerca
Miyó. Lo persigue en las palabras y ataja cuando lo interroga acerca de si
tiene espíritu de grupo: “Los grupos me los han adjudicado. Entre ellos,
Adriano González León (Valera, 14 de
noviembre de 1931 - Caracas, 12 de enero de 2008) quien bautizó “Los Unánimes”,
porque decía que escribíamos con esdrújulas. Yo le decía que buscara en mi
poesía los graves y los agudos…”
Héctor Mayerston, el
rabioso, el gran actor de la tristeza. El que no olvida los desmanes de la
familia cundo era niño. El que antes “Era un carajito bello, con mirada triste,
camisita de lino y pantalones cortos”. El que se pica con cada provocación de
la reportera. En que no cree que haya poetas grandes en Venezuela. El hombre
que le encanta estar siempre enojado: “Además porque no me gusta Caracas, no me
gusta el país. Me parece un país ordinario, sin normas de conducta. Es verdad,
estoy arrecho, siempre”. El que reniega de todos los regímenes socialistas. El
que siguió triste hasta sus últimas horas.
José Barroeta (Pampanito, Estado Trujillo 1942 - 2006), el
poeta que creía morir a los 38 años, pero que logró superar con creces esa
edad. Y celebró con licor y amigos el milagro de seguir vivo. El hombre de la
amistad. El que sí cree en la poesía venezolana. En su paisaje, en sus dolores,
muertes y aventuras. El que fue feliz en la infancia y quiso regresar a ella.
El de las mujeres que amó. El poeta de una montaña y de su silencio. Una
conversación donde la ternura de Pepe Barroeta se dejó sentir con toda su
humanidad. Encantatoria, trujillana.
Baica Dávalos (Salta,
Argentina, 1919 - Caracas, 1983), el argentino con alma de indio. El que
recorrió todos los rincones de la República del Este, el que cruzó a nado el
Triángulo de las Bermudas en aquella Caracas donde la caña y las discusiones
tumbaban y subían presidentes en medio de consignas y metáforas. El que quiso
ser marino y no pudo. El que tampoco habla de él, “no por humildad. Quizá sea
timidez. O porque estoy harto de la gente que habla de sí”. Un hombre que busca
el equilibrio en medio del caos.
Luis Camilo Guevara
(1937-2014) le dice a Miyó que escribe poesía “para agredirme a mí mismo. Para
sentir que en torno a lo que soy, existe otra posibilidad, la posibilidad de
reconocer que yo soy más importante de lo que escribo”. Pero también el poeta
que se siente traidor. Que afirma ser traidor como todos. “Hemos traicionado el
derecho de vivir. Vivimos como conformes y nunca, mientras se esté vivo, hay
que ser conformes”. Se va de la mano de la “revolución” como una contraria
posibilidad de ser conforme. Y así, hasta la soledad, su soledad: “-¡Estar
acompañado! Lo importante no es, poeta, estar en aquella orilla: allá se está a
salvo. Lo duro es estar en esta”. Y “por
Dios Santo y mi madre que es verdad”, esa expresión tan oriental como que el
Orinoco da con el mar.
Gustavo Pereira, vivo
aún, en la entrevista destaca su stalinismo. No lo niega. La pregunta de Miyó:
“¿Y puede protestar en la URSS, un stalinista como tú?”. La respuesta: “-Lo que
pasa es que en la Unión Soviética hay leninismo, y Lenin era como fastidioso,
¿no crees?” Luego justifica que Stalin tenía gustos más avanzados que Trotsky o
Lenin porque amaba a Mayakovsky. No deja de huirle a los adecos, pero no
alardea de anticopeyanismo, porque las veces que éstos llegaron al poder él no
se encontraba en el país. ¿En París? O estaba guardado en la Mesa de Guanipa.
Enrique Hernández
D´Jesús también sigue vivo. Y muy vivo. Miyó lo desnuda en el papel donde las
respuestas lo acusan y lo acosan. Hoy queda aún más en cueros. Más allá de los
“cálculos” poéticos, Vestrini lo saca a flote con una provocación: “Poeta, de
usted se dice que es un calculador…”. Y entonces, el “Catire” se revuelve en su
propio ego. Se desvanece porque la entrevista que ha quedado en el ayer se ha
convertido en un hoy cuyas evidencias lo muestran como lo que él mismo ha
dicho: un calculador. Se despereza cuando la reportera perfila: “Si hasta los
altos funcionarios del CONAC se permiten decir en público que los poetas son
unos vagos…”
Hernández D´Jesús
zapatea. “Sí, eso es: cuando no critican, acusan”. Pasados los años, el mismo
personaje acusó a los poetas venezolanos de mañosos, a propósito de un concurso
literario auspiciado por el gobierno rojo y del que no asomó el nombre del
jurado porque los poetas de este país “son unos tramposos”. Palabras más,
palabras menos, el merideño también recibe acusaciones desde Colombia como
calculador. Pero, al parecer, son gajes del oficio de quien llegó a la revolución
y logró sus sueños. Para cerrar, Miyó Vestrini lanza en ristre: “En términos
generales, ¿Crees en la posibilidad de ser poeta y militante a la vez?”. La
respuesta es realmente tierna para los tiempos que nos toca vivir: “-En este
momento, te respondo categóricamente, no. Como poeta milito solamente en la
actividad poética. Y además, invito a todas las personas que tienen que ver con
la poesía a hacer lo mismo: ¡Militancia en la poesía!”.
¿Qué opina el lector de
hoy de esta afirmación del nombrado poeta?
La vigencia de la
pregunta de Miyó sigue desnudando a Enrique Hernández D´Jesús.
Con el militar Gustavo
David Carpio Gutiérrez la entrevista casi termina en una riña. Pero la
veteranía de Miyó cierra el ciclo y se va a otro espacio.
Miyó: “Seamos más
directos y prácticos. En un país donde realmente el pueblo la pasa mal, sufre
de pésima atención social, ¿cuál debe ser el papel de un militar?” La
respuesta: “Yo, no como militar, sino como hombre pensante, te diré esto: la
marginalidad de Caracas es un ochenta por ciento sinvergüenzura…” Entonces,
Miyó: “Como es fácil de comprender, la entrevista concluyó aquí. No hubo
agarrada de solapas, pero obviamente, la discusión subió de tono…”
Gonzalo Ramírez
Cubillán, el expresidente de la Cámara de Diputados que “soñó con regalarle un
mar a Bolivia”. Economista cercano a la escritura, a la novela, Ramírez
Cubillán desdice de la economía y se entrega a los sueños de la ficción, aunque
en su novela “El Mar de Eloísa” hay mucho de él. Añade en la conversación que
“la política le cierra las puertas a la imaginación”, aunque hizo carrera en la
política, con o sin imaginación, pero se habla de su inteligencia. Y entre el
niño que imaginaba y el mar, el hombre que era acusado de loco, término que él
no rechaza, porque “Estuve arriba, estuve abajo”. Para, finalmente, declararse
anarquista. Contradicciones si se lee su novela.
Carlos Contramaestre
siempre quiso ser una momia. Por eso le gustaba viajar a Guanajuato. Su pasión
necrofílica lo hizo famoso.
Miyo comienza:
“¿Te preocupa mucho
descomponerte, podrirte bajo tierra?”
“-Bueno, nosotros ya
estamos medio podridos”, respondió Contramaestre.
“-Nosotros, ¿quiénes?”
“-Somos varios, pero
quiero nombrar a poca gente, porque puede incrementarse el amor. Además, como ya
lo sabes: la muerte es un orgasmo fallido, el último orgasmo”.
El autor de “La mudanza
del encanto” y de la exposición conspirativa “Homenaje a la necrofilia” con
estos intentos le ajusta cuentas al arte: lo quiso desmitificar.
Pueblerino, sin embargo se
instaló en Caracas. Había estudiado medicina en Salamanca. Habla de la
piratería literaria como si se tratara de un plagio asintomático. Y para ello
creó la institución “El Parche de Oro” donde caben todos. Habla de la infancia,
de la adolescencia, de su pasantía por la política, de ser un frustrado hasta
cierto punto, porque “no he debido nacer en Venezuela”. Y le da horror dictar
cátedra, ser un ejemplo. Cierra con la afirmación de haberse jugado la vida
como muchos otros, “porque no tenemos otras apetencias que no sean las
trascendentes del espíritu”.
Alfonso Montilla tiene
fama en las calles de Caracas. Poco se sabe de su poesía, pero sí de su labor
como hombre de televisión. De programas culturales, como aquel “Territorio
Caribe” o “Caminos que andan” con el que le hizo un homenaje a Ramos Sucre (Cumaná, 9 de junio de 1890 - Ginebra,
Suiza, 13 de junio de 1930) en imágenes. Una verdadera aventura. Habla de las
dificultades de convertir al poeta cumanés en un personaje de la pantalla
chica. Pero cree haberlo logrado. Porque supo colocar los paisajes donde se
movió el poeta, y así el texto fue más creíble: “Sé que el hermetismo de la
poesía de Ramos Sucre es difícil de verter en imágenes. Pero creo que he
logrado hacerlo de una manera sencilla y comprensible. Y pienso que es una
tentativa seria y honesta de comunicarme con mi país, a través de un personaje
que me atormentaba y que ahora siento aún más profundo en mí”.
2.-
No he querido concentrar
esta nota en Miyó Vestrini. Ella hizo su trabajo: dejó que el entrevistado
desarrollara su tesis. Permitió que la persona que encaró se despojara de sus
manías y fantasmas y se desahogara.
Me concentro en los
entrevistados como protagonistas en esta travesía. Me inclino por algunas de
sus respuestas, como el lector ya ha constatado. Miyó dejó correr ciertas
arrugas para más adelante tomarlas y así verle la dermis a quien tuvo la
libertad de hablar y hasta de callar.
Eso sí: algunas de estas
entrevistas revelan lo que el actual presente histórico afirma: son voces que
promueven la opacidad del momento, proyectada a estas horas aciagas. Algunos de
los personajes, los que aún respiran sobre sus pies, despliegan contradicciones
tan evidentes que los colocan frente a su propio paredón. Algunos que aún viven
se traducen como el correlato de unas afirmaciones que a estas horas del año
2016 los hacen ver como simples adjetivos.
La lectura de “Al filo”
(Caracas 2015) descorre el velo de un pasado reciente con el que aún se
alimentan esas pocas voces. Pero Miyó Vestrini supo desnudarlas, supo
convertirlas en un asunto de cuidado en el sentido de provocar ¿molestias? en
quienes se sentían, si no acorralados, al menos estrechados por las filosas
preguntas de la reportera.
3.-
Con Valera Mora la
ideología, los afectos y las consignas continuaron su labor. Es honesto al
responder, pero se queda allí, acuñado en las respuestas que ya conocía
Vestrini. Es decir, Valera Mora es un personaje modélico. Luego de hablar un
poco sobre dos de sus libros, “Amanecí de bala” y “70 poemas stalinistas”,
entra de lleno en su pasión: la revolución. Ante una pregunta de la periodista,
Valera Mora afirma: “-Lo que pasa, es que además de la militancia política,
tengo algo que se llama militancia poética. Es más, si no me resuelvo con un poema,
si no digo las cosas que tengo que decir, si no las escribo, me reventaría por
los cuatro costados. Sostengo que en definitiva, lo que va a resolver toda la
problemática, es la poesía”.
Insiste Miyó: “Yo creía
que era la revolución la que iba a resolverlo todo…”.
“-Sí, la revolución es
necesaria. Pero, ¿a quién va a resolver eso que llaman la diferencia entre el
reino de la necesidad y el reino de la libertad? Solamente la poesía”.
Pero Miyó Vestrini no
deja pasar la bola:
“¿De verdad crees que en
alguna parte del mundo, la poesía ha resuelto eso?”
“-Sí. En Nicaragua lo
resolvió: Rubén Darío es el que está mandando allí. Y en Irán, donde triunfaron
los festejos de Omar Khayyám”.
Miyó pone en duda las
respuestas. Las considera abstractas. Para el hoy que nos vive, en Nicaragua
Rubén Darío es un adorno, porque quien gobierna es un pendenciero a quien le
gusta recibir prebendas ajenas. Y en Irán no creen en Khayyám porque gobierna
un despotismo religioso de los más terribles.
Luego de otros escarceos,
Valera Mora dijo que no se arrepentía de nada “y seguiré viviendo”. Además de
sentirse orgulloso de no tener donde caerse muerto. Terminó con esto: “Y en vez
de despechado como tú dices, lo que soy es un desolado”.
El poeta zuliano Hesnor
Rivera (1928-2000) cierra estas páginas. Compañero de palabras y luchas de la
primera Miyó Vestrini en el grupo Apocalipsis, la conversación se desarrolla
mientras el calor marabino hace sudar los verbos. El poeta habló de su pasada
por Chile con la gente de “Mandrágora”, por el Liceo Baralt. Por los cien
sonetos que escribió, aparte de que se considera un poeta de verso libre. Y
hablaron, Miyó y él del famoso poema “Silvia”, tan leído, tan comentado, tan
aplaudido y hasta tan alabado por su propio autor. Se declaró siempre un
triste. También en disciplinarse porque ejercía dos trabajos: el periodismo y
la escritura creativa. Favoreció la rutina, “pero una rutina que me deje
tremenda libertad para imaginar. Es decir una anti rutina. Soy un hombre muy
desordenado todavía”.
Confesó que el
periodismo es un vicio y deseó morir en casa en lugar de quedar tendido en la
calle. Y así, hasta la última línea en la que Miyó Vestrini se deshizo del
lápiz y la libreta y se asomó para ver la gran barriga del Lago de Maracaibo,
espejo que refleja la no plenitud de Rivera, quien insiste en la imaginación.
De izquierda a derecha y
de arriba a abajo: Javier Aizpúrua,
Vasco Szinetar y Faride Mereb
Una página más adelante,
la cara de Vasco Szinetar. La de Javier Aizpúrua y Faride Mereb en grupo.
Cada trabajo
periodístico de nuestra autora revela su condición de lúcida reportera. Sabe
preguntar. Sabe cuándo el entrevistado quiere evadirse y retoma el camino.
4.-
“Al Filo” es, como el
anterior de esta colección, un libro de arte. Un tomo logrado con mucha
paciencia, con imaginación, con buen gusto. Faride Mereb es una artista que une
la gráfica con el contenido poético.
Poesía ilustrada,
fotografiada en el gesto de cada personaje.
Sometido al cuidado del
papel biblia, de su delicadeza, pongo el tomo sobre la mesa e imagino a Miyó
Vestrini levantarse de la silla, una vez terminada la faena. Asomarse a la
ventana de la casa de Silva Estrada, por mencionar sólo una de las locaciones,
y verse reflejada en el vidrio que la protege de la brisa mañanera.
Entonces enciende un
cigarrillo y sonríe.
*******
Alberto Hernández
Nació en Calabozo, estado Guárico, el 25 de octubre de
1952. Poeta, narrador y periodista. Se desempeña como secretario de redacción
del diario “El Periodiquito” de la ciudad de Maracay, estado Aragua.
Fundador de la revista literaria Umbra, es miembro del
consejo editorial de la revista Poesía de la Universidad de Carabobo y
colaborador de publicaciones locales y
extranjeras. Su obra literaria ha sido reconocida en importantes
concursos nacionales. En el año 2000 recibió el Premio “Juan Beroes” por toda
su obra literaria.
Ha publicado los poemarios La mofa del musgo (1980),
Amazonia (1981), Última instancia (1989), Párpado de insolación (1989), Ojos de
afuera (1989), Bestias de superficie (1993), Nortes (1994) e Intentos y el
exilio (1996). Además ha publicado el ensayo Nueva crítica de teatro venezolano
(1981), el libro de cuentos Fragmentos de la misma memoria (1994) y el libro de
crónicas Valles de Aragua, la comarca visible (1999). Recientemente ha publicado «Poética del
desatino» y «El sollozo absurdo».
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http://grupolipo.blogspot.com/
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