lunes, 10 de diciembre de 2018

La pecera de los bagres


 Diego Rojas Ajmad       

La obra narrativa de Francisco Arévalo es el retrato vivo de una época, el testimonio de un explorador que se permite ser parte del relato y se queja de la plaga, del viaje y de las bárbaras costumbres del lugar, sin preocuparse por la objetividad que le exige la descripción etnográfica.

@diegorojasajmad

La pecera de los bagres, editada este año por Estival, es el título de la más reciente novela de Francisco Arévalo. En ella se nos ofrece un crudo lienzo de las relaciones humanas que, a la manera de Balzac y su Comedia humana, constituye un proyecto de escritura de largo aliento que se va hilvanando en el conjunto de toda su obra.

Con anterioridad, ya en sus novelas La esquizofrenia de las golondrinas (1999, Premio Fundarte), Adiós, Matanzas de invierno (1999), Tropiezos en el campanario (2008, Premio IV Concurso Nacional de Literatura Alarico Gómez) y Háblame, háblame, Iolanda (2014), Arévalo ha venido presentando una serie de personajes e historias que, puestos en el contexto de Ciudad Guayana, terminan por hacer un entramado de las vicisitudes que se sufren y se gozan en estos parajes de hormigón, como gusta llamar el escritor a esta sofocante urbe.

Es posible extraer de las novelas de Arévalo una expresión y técnicas recurrentes: un estilo caracterizado por la escritura en primera persona, por la presencia de una voz protagonista que rememora episodios y anécdotas que va tejiendo con la crítica agria y destemplada hacia la sociedad, desde un lenguaje áspero, directo, lleno de referencias literarias, musicales y artísticas. Con respecto a ese lenguaje combativo, del que se desahoga sin andar midiendo consecuencias, uno de los personajes de La pecera de los bagres dirá: “con el lenguaje hay que arriesgarse porque es un todo y es lo que dicta el actuar”.

Podría decirse que la ciudad es el personaje central de la historia. Aunque en la llamada novela de la tierra de principios del siglo XX, y luego en la novela urbana, los personajes eran presentados como víctimas de su contexto, marionetas de la selva, la ciudad o el llano, en La pecera de los bagres es la urbe en cambio el despojo de los filibusteros de traje y corbata: “Estamos entonces claros que esta novela es el drama de una ciudad aparentemente normal donde no parece suceder nada y sucede de todo. Esta ciudad es un botín disfrazado de progreso”.

Por ello veo a la ciudad de La pecera de los bagres como una sabina en rapto, como hija del Cid en afrenta, como personaje femenino de una novela romántica del siglo XIX que languidece de abandono y de tuberculosis; en fin, como una urbe martirizada. Casi rozando la denuncia del libelo, del panfleto y del ensayo sociológico, pero sin caer en sus tediosos párrafos, Arévalo no ahorra en adjetivos y cuenta sin ambages este ultraje: “...esta ciudad de enmascarados, de bagres come excremento como describió Fabricio a los actores cotidianos de esta provincia latosa y asfixiante que se construyó con cimientos de miseria humana. Los que hicieron esta ciudad se trajeron su mal accionar y se lo sembraron a sus descendientes. Por eso no servimos para mucho, no somos mejorcitos ni seremos. Sufrimos del mito, diría del complejo de Sísifo, la piedra que se regresa en este caso como castigo es la mala intención sembrada como verdolaga y el no tener remedio, estamos más jodidos de lo presupuestado”.

A pesar de que su lectura puede llevarnos a concluir lo contrario, La pecera de los bagres no es una novela pesimista. No es tampoco un libro de autoayuda que nos trata de convencer de que todo puede ser distinto y mejor. Allí no se pretende el manifiesto político ni el tratado existencial. No se convierte tampoco en una lección moral de lo que debe ser la sociedad ni un nuevo Manual de Carreño. Ni desamparo ni esperanza. Ni regaño ni ajuste de cuentas. La obra narrativa de Francisco Arévalo es el retrato vivo de una época, el testimonio de un explorador que se permite ser parte del relato y se queja de la plaga, del viaje y de las bárbaras costumbres del lugar, sin preocuparse por la objetividad que le exige la descripción etnográfica.

No dudo en incluir La pecera de los bagres en la tradición de la novela de denuncia, en las obras que practican el oficio de la incisiva mirada escrutadora, en la literatura cruel, como la llamó alguna vez Miguel Ángel Campos, y donde pueden incluirse a autores como Miguel Eduardo Pardo, Pío Gil, Manuel Vicente Romerogarcía y Argenis Rodríguez, entre otros, como persistentes voces de crítica e inconformidad ante las injusticias y apariencias. En las más de quinientas páginas de la novela se desnudan las bajas pasiones de los habitantes de la ciudad y ellas sirven de espejo para que cada uno de nosotros se encuentre y se reconozca. La pecera de los bagres es, para usar el título de una inolvidable canción de un músico argentino, una polaroid de la locura ordinaria, y el mayor peligro que podemos correr al leer sus páginas es encontrarnos en la terrible imagen de una selfi indiscreta.

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