Gabriel Jiménez Emán
Últimamente,
movido por la lectura casual de lamentables trabajos sobre premios publicados
en la red por parte de escritores valiosos --que descienden de pronto en la
escala del
homo sapiens
sacudidos por recelos personales-- ante la concesión de determinados premios
literarios, me han llevado a hacer algunas reflexiones sobre el asunto.
Los
premios pueden ser algo muy bueno, pero también algo muy dañino. En teoría, se
han creado para dar reconocimiento a personas sobresalientes en determinadas disciplinas, y ello está bien;
sin embargo los premios en el fondo también pueden ser modos de crear prestigio
y estatus, aparte del monto en metálico que puedan otorgar; en este sentido los
premios poseen una fuerte base ideológica, que entroniza de inmediato al galardonado,
más allá del reconocimiento público otorgado a un trabajo científico, cultural
o artístico encarnado en determinada persona.
En
la mayoría de los contextos institucionales dentro de los cuales se otorga, un
premio se convierte de inmediato en algo simbólico, es decir, la persona
premiada es ubicada de inmediato por encima del resto, los demás pasan a
pertenecer a la legión de los no ganadores, o en algunos casos a sentirse
perdedores, cosa muy distinta. El que no gana puede tomarse el asunto sin
problemas o puede tomárselo a pecho, según sea su carácter o temperamento, al
sentirse merecedor natural de éste al mismo tiempo y hacer de ello un síndrome,
llevando a cabo una crítica a la organización del premio por tal o cual
circunstancia (amañamiento del jurado, racismo, amiguismo, favoritismos
personales, manipulaciones pecuniarias, etc.). En cualquier caso, un premio
puede generar a quien no lo recibe una situación de frustración. Este “afuera”
de la sociedad está montado sobre una serie de valores culturales o ideológicos
que pueden ser muy implacables, como son los casos de los conocidos premios
Oscar en Hollywood o los premios Oscar en Suecia. El primero montado por el
Star System de la industria cultural más poderosa del mundo y el segundo por una
Fundación Sueca que entrega un premio con el apellido del inventor de la
dinamita, cuyas menciones en paz y literatura han sido entregadas recientemente
–y paradójicamente-- a personajes belicistas o a intelectuales racistas. Ambos
galardones han perdido credibilidad justamente debido a su carácter ideológico,
es decir, a su rasgo de fragilidad conceptual.
En
el caso de la literatura, los premios se suelen montar (no todos) sobre un
sistema donde trabajan: a) editoriales que nombran el jurado. b) academias y universidades. c) prensa y
medios. d) empresas e instituciones públicas. Si estos cuatro motores funcionan
bien, la fórmula es casi infalible, y todos salen ganando, a menos que fallen
cosas inesperadas de última hora. Al ganador se le entrevista, se le traduce a
otros idiomas, se le adapta al cine o a la tv y finalmente se le exige una
nueva obra para lanzarla al “mercado”. Cuando un escritor recibe un Premio
Nobel este engranaje actúa de modo automático incluso si el autor es mediocre.
El
Star System de Hollywood es mucho más complejo, pues los filmes se deciden en
los estudios por los productores, quienes escogen a los directores de las
películas y al reparto de actores. Hollywood es propietaria de la Academia que
otorga los premios y mueve miles de millones de dólares cada año, por concepto
de transmisión televisiva del evento, como si éste fuese un final de Mundial de
Fútbol, de una Serie Mundial de Béisbol o de un concurso de Miss Universo. Este
formato puede reproducirse en micro en países, estados o regiones en sus
versiones de premios internacionales, nacionales, regionales o estatales, donde
los detalles pueden hacerse más obvios y los resultados más patéticos. De aquí
que las inquinas entre intelectuales, actores, artistas e instituciones se
produzcan en condiciones más precarias y repletas de incidencias más escabrosas
o penosas.
Ganar
o no ganar un premio puede convertirse en una marca de por vida, para bien o
para mal, puede generar resquemores, inquinas y odios también de por vida. Un
premio frustrado puede volverse una obsesión paranoide y terminar con
amistades, nexos sociales y familiares,
simpatías políticas, pasiones amorosas; puede arrasar con todo esto y más.
Después
está el menor de los males: el monto en dinero, que puede representar la
salvación económica (siempre temporal) para muchos, o procurar un gran alivio
para pagar deudas. Nada más. Por último está el ganárselo por pura suerte, como
si fuese una lotería, su modalidad más benigna. Casi nunca ocurre, pero cuando
ocurre es sumamente gratificante, recibirlo por azar, sin ninguna injerencia
del premiado sobre el jurado, ni directa ni indirecta, lo cual puede significar
algo mucho más estimulante.
© Copyright 2017 Gabriel Jiménez
Emán
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