viernes, 26 de agosto de 2016

En defensa del ensayo y la resistencia indígena


En defensa del ensayo y la resistencia indígena

Pedro Téllez

   Escribe o habla ensayísticamente el que compone experimentando, el que vuelve, interroga, palpa, examina y atraviesa su objeto de reflexión. Así lo veía Teodor Adorno, definición que nos sirve tanto para el ensayo de antes como para el transgénico de mañana, pues esa escritura también atraviesa otros géneros, y dará origen a los cuentos/ensayos o la novela de ideas, y venía de remotos diálogos filosóficos y epístolas morales.
Grabado de Theodoro Bry
   Luckas señala que “la forma del ensayo sigue sin terminar el camino de la independización que su hermana, la poesía, ha recorrido hace ya mucho tiempo, el camino del desarrollo hasta la autonomía desde una primitiva unidad indiferenciada de la ciencia, la moral y el arte; pero el comienzo de ese camino fue imponente, tan grande que la evolución posterior nunca le ha alcanzado del todo, sino que, a la suma, se le ha acercado unas pocas veces. Me refiero, necesariamente, a Platón, el mayor ensayista que jamás ha vivido y escrito”.
   Para Bacon la palabra ensayo era nueva pero la cosa es vieja: “las epístolas de Séneca a Lucilio son ensayos, vale decir, meditaciones dispersas, aunque en forma de epístolas”. De Séneca y de Plutarco advierte Montaigne: “la familiaridad que tengo con estos dos personajes, el consuelo que dan a mi vejez y la ayuda que prestan a mi libro, erejido con sus despojos, me obliga a salir en su defensa”.
Montaigne no solo defendió a sus antecesores literarios, sino a unos contemporáneos de distinta tradición y otro continente, los indígenas, en el ensayo XXX del Libro I. El ensayo, antes que la poesía o la novela, resaltó a los pueblos originarios.
   Cito en homenaje a la resistencia indígena: “Esas naciones me parecen, pues, solamente bárbaras, en el sentido de que en ellas ha dominado escasamente la huella del espíritu humano, y porque permanecen todavía en los confines de su ingenuidad primitiva. Las leyes naturales dirigen su existencia muy poco bastardeadas por las nuestras, de tal suerte que, a veces, lamento que no hayan tenido noticia de tales pueblos, los hombres que hubieran podido juzgarlos mejor que nosotros.
   Siento que Licurgo y Platón no los hayan conocido, pues se me figura que lo que por experiencia vemos en esas naciones sobrepasa no solo las pinturas con que la poesía ha embellecido la edad de oro de la humanidad, sino que todas las invenciones que los hombres pudieran imaginar para alcanzar una vida dichosa, juntas con las condiciones mismas de la filosofía, no han logrado representarse una ingenuidad tan pura y sencilla, comparable a la que vemos en esos países, ni han podido creer tampoco que una sociedad pudiera sostenerse con artificio tan escaso y, como si dijéramos, sin soldura humana.
Es un pueblo, diría yo a Platón, en el cual no existe ninguna especie de tráfico, ningún conocimiento de las letras, ningún conocimiento de la ciencia de los números, ningún nombre de magistrado ni de otra suerte, que se aplique a ninguna superioridad política; tampoco hay ricos, ni pobres, ni contratos, ni sucesiones, ni particiones, ni más profesiones que las ociosas, ni más relaciones de parentesco que las comunes; las gentes van desnudas, no tienen agricultura ni metales, no beben vino ni cultivan los cereales.
   Las palabras mismas que significan la mentira, la traición, el disimulo, la avaricia, la envidia, la detracción, el perdón, les son desconocidas. ¡Cuán distante hallaría Platón la república que imaginó de la perfección de estos pueblos!"
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