“P: ¿De qué tiene miedo?
R: De sapos de verdad en jardines imaginarios.”
Truman capote
Los escritores norteamericanos siempre han escrito con una idea recurrente: escribir la gran novela americana. Se preparan a conciencia, se apertrechan con las adminículos más diversos (talleres de escritura creativa, lectura voraz de los clásicos, cursos de redacción, etc.) y luego se dan a la tarea de cazar/escribir la Gran Novela que los redima y los coloque a la altura de los grandes, algo así como el capitán Ahab cuando sale a la caza de la gran ballena blanca. Es como una obsesión vengativa y un tanto paranoica eso de escribir esa novela que haga sombra a las predecesoras, que marque pauta y reescriba el canon de la literatura en Estados Unidos.
Norman Mailer sin sutileza alguna la etiqueta como La Gran Meretriz. En una tertulia con Gore Vidal explica: “Gore, reconócelo. En la vida de uno la novela es como la Gran Puta. Creemos que nos libramos de ella, seguimos con otras mujeres, nos tomamos el pulso y decidimos que al fin estamos disfrutando, estamos libres de su poder, nunca volveremos a sufrir sus depredaciones, y entonces damos vuelta a una esquina, y ahí está la Puta sonriéndonos, y estamos atrapados. Seguimos atrapados. Sabemos que la Puta aún sigue con nosotros”. Gore Vidal, un tanto incomodo, reconoció que la metáfora, un tanto tosca, era endemoniada por real e irrefutable. En la lista de que hace Mailer de los escritores que ha logrado algo más que una noche fugaz con esa Gran Puta figura el nombre de Truman Capote.
En una ocasión Oscar Wilde dijo que había puesto todo su genio en su vida y en su obra solo su talento. Rodrigo Fresán, en uno de los mejores textos que he leído sobre Capote, hace una observación similar: “Entre las muchas cosas terribles que le pueden suceder a un escritor hay dos particularmente espeluznantes y de las que viaje de ida sin billete de vuelta no hay recuperación posible: una es dejar de ser persona para convertirse en personaje de la propia obra; la otra es sentir que la propia vida es la mejor obra posible y que entonces ya no tiene mucho sentido seguir escribiendo. A Truman Capote le sucedieron esas dos cosas”.
A Truman Capote le gustaba el cine, escribió algunos guiones e incluso llegó a actuar un par de veces, pero no le gustaba en lo absoluto el trabajo temprano, y casi esclavista, de las jornadas laborales en el estudio de filmación. Aunque nunca dejó de actuar en la vida, le fascinaba se centro, gustar y sobre todo deslumbrar. Lugo se fue metiendo en su personaje y jamás salió de él. Lo invitaban a todas las reuniones intelectuales y artísticas, todos querían un pedazo de su inventiva rápida, de su densidad relampagueante para expresar ideas y sus comentarios, curtidos de agudeza y veneno, sobre los demás.
A Capote también le cautivaba el periodismo o como él lo escribió: “Durante varios años me sentí cada vez más atraído hacia el periodismo como forma artística en sí misma. Tenía dos razones. En primer lugar, no me parecía que hubiese ocurrido algo verdaderamente innovador en la literatura en prosa, ni en la literatura en general, desde la década de 1920; en segundo lugar, el periodismo como arte era un campo casi virgen, por la sencilla razón de que muy pocos artistas literarios han escrito alguna vez periodismo narrativo, y cuando lo han hecho, ha cobrado la forma de ensayos de viaje o de autobiografías”. Su textos periodísticos son indiscutibles filigranas de estilo, creatividad e innovación.
Su novela icónica, A sangre fría, surgió a raíz de una nota roja de la Norteamérica profunda. Un 15 de noviembre del año 1959, en un retirado pueblo de Kansas, cuatro personas de una familia fueron asesinados. Para Capote fue toda una experiencia que absorbería buena parte de su vida; fue su viaje a Itaca sin retorno. De alguna manera dejar la comodidad de una gran ciudad para trasladarse a un pueblucho, entablar relación con los dos asesinos, asistir a la ahorca de los asesinos, batallar con el libro por más 7 años, haría mella en el ya frágil espíritu del escritor. El éxito del libro fue arrollador. Después de todo eso trató de retomar la normalidad, pero ya estaba como fulminado, hundido en la nadería de ese personaje en el que se convirtió. Estaba enganchado a las drogas y el alcohol. Como personaje se esforzó por escribir con talento algunas otras páginas, pero estaba recluido en un estrecho abismo. Su genio fue dilapidado en su vida organizando fiestas, convirtiéndose en la inteligencia de lengua viperina del Jet-Set social. La banalidad y el boato de lo público lo devoró y regurgitó: Capota fungía como una especie de hombre show, relajado y maléfico tratando de darle aire y luz a sus constantes ataques depresivos.
El libro Música para camaleones es un alarde de búsqueda y creatividad en el cual Capote combina crónica, relato, entrevista en una simbiosis de pulcra sincronización para crear textos de una inusitada y paradójica luz. Capote se hace corpóreo en sus textos y va indagando en los ejes anodinos (y a veces desmesurados) de la realidad o como él lo ha escrito en el prefacio del libro: “…, me situé a mí mismo en el centro de la escena, y de un modo severo y mínimo, reconstruí conversaciones triviales con personas corrientes: el administrador de mi casa, un masajista del gimnasio, un antiguo amigo del colegio, mi dentista. Tras escribir centenares de páginas acerca de esa sencilla clase de temas, terminé por desarrollar un estilo: había encontrado una estructura dentro de la cual podía integrar todo lo que sabía acerca del escribir. Más tarde, utilizando una versión modificada de ese procedimiento, escribí una novela real corta (Ataúdes tallados a mano) y una serie de relatos breves. El resultado es el presente volumen: Música para camaleones”.
El libro está constituido por tres partes. La primera se inicia con seis breves textos que mezclan lo narrativo, la memoria, el diario de viajes. Sigue con una novela corta, Ataúdes tallados a mano, que cuenta la espeluznante historia de Quinn, un solipsista trastornado cuya meta es asesinar, de la forma más fría e inteligente posible, a los miembros de un jurado que en un juicio han votado en su contra. Cierra con siete conversaciones y retratos, entre los que sobresalen un día con una aseadora a domicilio, la perturbadora entrevista a un maníaco asesino detenido en San Quintín, y esa esplendida fotografía hecha de palabras (y con un dulce dramatismo) sobre Marilyn Monroe. El libro cierra con una chispeante, sincera y locuaz autoentrevista de Capote. Además el libro abre con un prefacio sin desperdicio en el cual el escritor desentraña algunas claves y padecimientos de eso que se llama escribir.
El libro es excepcional por muchas razones, pero la que considero original es la manera dócil, e incluso morbosa, como aborda el escritor los distintos temas. Hay un sentido de simplificación, de excluir/podar toda la prosa innecesaria, toda descripción redundante para acicalar de tal modo la escritura y atrapar al lector en un insólito viaje por la realidad a través de pasadizos fantásticos y bituminosos. Capote utiliza la realidad circundante para moldearla y convertirla en obra de arte a través de una escritura que se vale de todos los recursos y trucos del quehacer literario. Es un libro escrito con oficio y melodrama; inigualable autocastigo corrección y reescritura para encontrar el tono exacto y contar el mundo desde esa robusta solidez del asombro.
En el prefacio del libro cita de memoria (y hace suya) una frase, del personaje de un cuento de Henry James, The Middle Years (La edad madura), que es un escritor frisando la madurez, pero un tanto roído por la inseguridad de sus logros como escritor y que cree insuficientes: “Vivimos en la oscuridad, hacemos lo que podemos, el resto es la demencia del arte”( ).
Su última novela quedó inconclusa. Intentó emplearse a fondo ya que pregonaba que estaba escribiendo la novela que lo cambiaría todo, pero lo cierto es que estaba anímica y físicamente derruido. Hacía lo que podía y estaba en la oscuridad total. No tenía alma para iluminarse y seguir autoflagelándose ante la hoja en blanco. Seguía empujado por esa locura del arte hasta que llegó el colapsó. Había conquistado ya a la Gran Meretriz y después solo se dedicó a ejecutar esa música esplendida con el lenguaje o como él lo dijo: “Para mí, el mayor placer de la escritura no es el tema que se trate, sino la música que hacen las palabras”.
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