El bien y el mal, así como la luz y la oscuridad, el día y la noche, la
vida y la muerte, constituyen el binomio antagónico por antonomasia en la cosmovisión
de hombres y sociedades, y se les suele representar por medio de seres
sobrenaturales en las más diversas mitologías y religiones del mundo.
Para el cristianismo judeo-cristiano -Nuevo Testamento mediante- es el Diablo
o Satanás la encarnación del mal, la oscuridad y la muerte. Satanás es el mismo
ángel Lucifer que, según el cristianismo nuevo-testamentario, se reveló contra Dios
y éste lo condenó y expulsó del Cielo. Desde entonces se le conoce como el “Príncipe
de las Tinieblas”, ser sobrenatural que siembra de mal y muerte a la tierra, utilizando
su gran poder y astucia para adueñarse de las almas de las personas y llevarlas
al infierno.
Este tenebroso personaje, llegó a tierras indoamericanas en el equipaje ideológico
catequizador del conquistador europeo, quien lo utilizó como aliado para
intimidar a los nativos, obligarlos a abrazar la fe católica (con sus ángeles y
demonios) y abandonar su mitología originaria, abundante en dioses, frondosos
rituales y revelaciones mágicas, so pena de ser víctima de fieros castigos y muerte, bajo la acusación
de hereje. Así, entre misas, sacramentos y obligaciones de la nueva
religiosidad, los pobladores de estas tierras fueron experimentando una metamorfosis
cultural, heredada luego a las nuevas generaciones.
Los llaneros, nueva etnia mestiza producto del encuentro de europeos,
indios y negros, se harán portadores de cierta mitología, creencias y rituales de
la Iglesia Católica. Entre ellas, y con marcado acento, la relativa a la existencia
del Diablo. Solo que, en su proceso histórico de constitución étnica, como
resultado de su apegada raigambre al paisaje regional: la tierra-madre nutricia
(sabanas, montes y ríos), su relación íntimamente familiar con los animales y
las plantas, su modo de asumir el trabajo (“trabajo de llano”) y su valiosa participación
en gestas independentistas, el llanero constituirá su propia cosmovisión, en la
que la espiritualidad cobrará un alto signo distintivo, profundamente telúrica,
expresada en nuevas ritualidades y extraordinarios mitos y leyendas. En ellos,
la superstición es condición inmanente.
El Llano de los misterios
Abierto, anchuroso e inconmensurable es el universo en el que habita el tendido
cuerpo del inmenso llano venezolano, atravesado por la soledad, por lagunas y
ríos como venas. Allí donde las cercanías son tan distantes, y el mediodía es
cielo y tierra juntos, en una prolongación maravillosa. Eso insondable que
desborda el alma y la agita, es fuente nutricia para los enigmas que inquietan
los sentidos de tanta soledad a plena luz del día y detienen el tiempo en la
espesura de la noche. .
Desde pequeños, en medio de agrestes faenas, los llaneros asumen -y ejercen
con sin igual destreza- diversos oficios que curten el arrojo y aceran su
valentía, pero al mismo tiempo, se les amamanta con historias y cuentos sobre muertos,
animas, espantos, y otras apariciones. Crecen y viven así, en una unidad
indisoluble con el copioso mundo de enigmas que rondan por aquellos territorios,
convirtiéndose éstos en piel y tuétano de su imaginario. Lo fantasmal y
misterioso es una presencia perenne, un vínculo trascendental en su existencia, una realidad. Dice el
poeta Isaías Medina López que “El misterio en el Llano es fiel
compañero de andanzas, es el pie de entrada para tocar la llanura”
Habla copiosa
de fábulas, el llanero se desparrama en palabras que dibujan y nombran su
universo. De ellas dimanan relancinos, los
seres sobrenaturales y alegorías que acompañan sus andanzas. Gallegos, en su
obra Cantaclaro, señala que las palabras son los propios espantos de la sabana.
Y como muestra, agrega: “Fue suficiente
que el bonguero mencionara al Diablo para que éste estuviera realmente en la
embarcación”
En el llano, la noche es una sola sombra, territorio espeso de
incertidumbre y acechanzas. En la sombra habita lo siniestro con sus signos terribles. La
oscuridad es la muerte, el reino del Diablo. Por eso, el llanero afila el puñal
de las oraciones y los versos, muele el miedo entre los dientes y el tabaco, y
se apresta a replicar la afrenta que le ha hecho, aquel que desanda el camino
de todos los tiempos, y amenaza con llevárselo amparado en la negrura.
Roger Herrera y su apuesta por
lo mítico llanero en el teatro.
“Sin las estructuras
míticas, no hay inteligencia histórica posible”
-Gilbert Durant-
En “Monólogo
para varias sombras”, Roger Herrera Rivas acude decididamente al encuentro
con lo mítico del llano, pues muy probablemente él considere que, tal y como
afirma Gibert Duran, “el mito
termina siendo las más científica de las facultades del hombre, el más afinado
mecanismo de comprensión de la analogía universal que no es otra cosa que el
entendimiento de la interioridad humana con el cosmos, con el universo”
En esta
obra, el misterio que encierra lo siniestro es presencia
omniabarcante.
Desde el principio, el hombre presiente la punzante acechanza de Satanás en
todos y cada uno de los espacios físicos e inmateriales en que se mueve: en el
aguacero que nunca termina, en el río con su bonguero que lleva y trae la
muerte o el espanto, detrás de la mata; hasta en su propia sombra:
“-¿Quién es …- Caracha ….a no ser que sea yo o será mi sombra
¿De cuándo acá uno tiene sombra?, a menos que sea el diablo”
“¿Dónde andará el Misio? No me desampare patrón. Ahora menos que nunca,
que ese duende de la noche me anda escamoteando el sueño...
¡Ave María Purísima! ¡No joda!”
Sin embargo, el llano por el que este escritor hace discurrir lo fantasmal,
lo sombrío de la muerte, la sempiterna pugna entre el bien y el mal, encarnado
este último por el Diablo (Misio), no es representación natural-objetiva al
estilo de los dramaturgos del teatro realista, sino construcción profusamente
simbólica que, mediante el uso de imágenes y sonidos del cuerpo y la palabra, en
una narrativa teatral nada convencional, expresa una totalidad cosmogónica.
La intertextualidad, la tributación que ofrece la poesía, el cuento
fantástico, la danza y la música, al corpus de la obra; todos ellos portadores
de signos, símbolos y referentes metafísicos inherentes a la mitología llanera,
así como el aparente tránsito caótico de
las acciones, configuran una realidad otra del llano, más allá de lo real inmediato
percibido; esto es, la infinita realidad, que suscita fascinación y temor, y de
la cual nos habló obstinadamente Antonin Artaud. Proponiendo así, el dramaturgo
Roger Herrera Rivas, aunque quizás no haya sido éste su propósito último (o a
lo mejor sí), una estética teatral
distinta para el abordaje de lo mítico llanero. Para que la historia del llano
siga siendo posible.
Alfredo A. Ramos.
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