Carlos Yusti
Cuando comenzó la moda Haruki Murakami ( así como hubo una
moda Borges o Bolaño o Kundera e incluso una Paulo Coelho, ¡puaj! ) para no
quedarme rezagado le comuniqué a un buen amigo, poeta y novelista, mi intención
de leer al traductor y escritor japonés. Me incrustó sus ojos como alfileres oxidados
y como si mirara un vomito dijo: “Murakami no es Proust, ni Joyce. Pierde el
tiempo, si así lo quieres, leyendo a Stephen King o Dan Brown, inigualable cátedra
de cómo no se debe escribir”. Por supuesto como soy respondón no hice caso. No
comencé con Tokio Blus (debido a que el
acné y el amor en solitario con alguna Playmate eran etapas superadas hace rato),
sino con Kafka en la orilla. El
título era sugestivo. Abandoné dos o tres veces su lectura y pude verificar que
Murakami no era Proust y que tenía más de Stephen King, mezclado con Coelho y algo de realismo mágico, pero en
pobre.
A pesar de que su universo novelísticos tiene algunos
eficaces hallazgos y muchas deficiencias se ha convertido en un postulado al
Premio Nobel de Literatura. Mientras Murakami está en esa antesala, especie de
purgatorio ardiente en que Jorge Luis Borges pasó una temporada hasta su
muerte, prosigue escribiendo libros gordos en varios tomos como su novela “1Q84”.
En su novelas y relatos Mukarami explora las distintas
aristas de lo insólito y lo fantástico, cuestión más bien común en la
literatura clásica oriental en las cuales los personajes se trasmutan en
animales sin ir más lejos ahí están los cuentos de P’u Sung-Ling y de los
cuales Borges escribió: “Los infiernos
de P’u Sung-Ling nos recuerdan a los de Quevedo; son administrativos y opacos. (…)
El lector no debe olvidar que los chinos, dado su carácter supersticioso,
tienden a leer estos relatos como si leyeran hechos reales, ya que para su
imaginación, el orden superior es un espejo del inferior, según la expresión de
los cabalistas”. Los infiernos de Murakami no se alejan de esta premisa y en
sus historias los animales hablan como algo común y corriente. La realidad se
mueve a un ritmo distinto y en ocasiones en sus historias todo se ablanda como en
algunos cuadros pintados por Dalí. La observación hecha por Juan Martins en su
libro De qué hablo cuando hablo de Murakami es pertinente: “El
elemento sorpresa y la duda de lo «real» se harán presentes y, muy al estilo de
Stephen King, colocarán lo insólito, lo irreal y simbólico sobre los personajes
dentro de lo aparentemente normal. Tan normales como quisiera el lector. Sin
embargo, termina sucediendo todo lo contrario: el asombro toma lugar en sus
relatos. La sorpresa está encubierta a través de la tensión del lector como
mecanismo literario: es ese lado de lo cotidiano que se nos hace creíble en
cada historia”.
El libro de Martins toma en calidad de préstamo un título del
mismo Murakami: “De qué hablo cuando
hablo de escribir”. El libro es como un espejo donde el autor japonés
ausculta su escritura, o mejor explora su metodología/experiencia de ese
innegable viaje que es escribir (Stephen King hizo lo propio con su libro Mientras escribo). El libro está
dividido en 11 partes y un epílogo. En él escribe de la vocación, de los
premios literarios, sobre la originalidad, explora eso de la creación de
personajes, ¿para quién se escribe?. Es en definitiva un recorrido espontáneo y
al natural sobre el oficio de escritor. Allí Murakami intenta capturar la
esencia de lo que es escribir, de lo que significa encerrarse a solas para
crear un universo plagado de personajes y situaciones ficticias, de exorcizar
de algún modo los espantos de la soledad, de lo insólito, del amor, la muerte y
las moscas (según Monterroso). Murakami acota: “Desde hacía tiempo tenía ganas
de hablar de lo que significa para mí escribir novelas, de lo que representa
este trabajo en concreto. Lo escribí poco a poco, de manera fragmentaria y
dividido en capítulos por temas. Ninguno de estos textos responde a un encargo,
es decir, empecé a escribirlos para mí mismo, de manera espontánea.”
En el capítulo dedicado acerca de cómo se convirtió en
escritor cuenta, de manera escueta, su trabajo como dueño de un bar. De que
tenía treinta años, luego de obtener un premio al mejor escritor novel de una
revista literaria. De cómo empezó a trabajar antes de graduarse en la
universidad. En cada capítulo del libro Murakami deja una premisa permanente:
su resolución inquebrantable para convertirse en escritor. Reconoce a cada
tanto sus limitaciones, pero esto no le disminuye para nada su hambre de escribir.
Sus personajes solitarios perciben la realidad desde un ángulo movible,
distorsionado y donde todo tiene esa apariencia neblinosa del
sueño. Algunos personajes tienen muchos puntos de contacto
con su creador.
Por insertar lo fantástico en la cotidianidad más banal y
rupestre se le asocia, salvando las distancias claro, con Julio Cortázar. Sin
mencionar que en muchos de sus relatos y novelas el jazz fluye como fondo
musical. A este respecto escribe: “Al principio de mi carrera de escritor se me
ocurrió que podía construir frases como si tocara un instrumento y esa idea no
ha cambiado hasta hoy. Mientras aprieto las teclas del teclado del ordenador,
me impongo un ritmo determinado, me esfuerzo por buscar un sonido y una
resonancia que resulten adecuados. Hoy sigue siendo para mí una premisa
esencial a la hora de componer frases.” Morelli, ese alter ego traspapelado de
Cortázar, lo escribe mejor: “(…)No tengo
ideas claras, ni siquiera tengo ideas. Hay jirones, impulsos, bloques, y todo
busca una forma, entonces entra en juego el ritmo y yo escribo dentro de ese
ritmo,…”
Uno de los grandes defectos que le atribuyen los críticos es
lo poco japonesas que son sus novelas. Que es un oportunista que occidentaliza sus personajes para tener lectores fuera del
cubículo de Japón. En el capítulo ¿Para quién escribo? anota : “Un famoso
crítico literario, ya fallecido, publicó una dura crítica de mi primera novela.
En ella decía que esperaba que nadie se tomara aquello como literatura o algo
parecido. Al enfrentarme a semejante opinión me limité a aceptarla dócilmente.
No me sentí atacado u ofendido por su evidente crudeza. Ya desde la base misma,
el concepto de literatura de aquel crítico y el mío eran completamente
divergentes. Yo no me había planteado en absoluto cuestiones como el papel
social de la novela, lo que es vanguardia o deja de serlo, si algo se puede
juzgar literatura pura o no. Mi actitud desde el principio fue mucho más simple
que todo eso: escribir está bien si resulta divertido”.
En una nota sobre un libro de Murakami Javier Aparicio
Maydeu escribió: “Murakami es magnético pero es endeble. Insólito pero no
original. Convierte en inusitado lo convencional, y en él es ya previsible lo
imprevisible. Es brillante pero artificioso. Tan aclamado como esclavo de su
estilo. Por eso es relevante constatar que no parece que La muerte del comendador
constituya un hito en la bibliografía del autor japonés, pero es sin duda
prueba fehaciente de que ha vencido el autor su propia rutina y que después de
haber analizado su escritura en De qué hablo cuando hablo de escribir
escribe de un modo distinto, de un modo paradójicamente menos estridente y más
prudente, más precavido, medroso ante la contingencia de la autoparodia”.
El colmo para un escritor, con varios libros y muchos lectores
a cuesta, es que llegue a parodiar su propio estilo para complacer a sus
incondicionales, o a quienes imprimen sus libros. Además ese es el trabajo
sucio de los discípulos e imitadores, especie de murakamitos (o harukistas ) que estarán ahora mismo encadenados
a sus ordenadores haciendo hablar a perros y ratas, describiendo personajes
solitarios que atraviesan paredes o pueden hablar con los pájaros.
Murakami más que un escritor se ha convertido en un icono y
se dice maliciosamente que su escritura está más cerca de Stephen King que de
Steinbeck. Sus detractores achacan su éxito al mercadeo editorial. A pesar de
estar en la antesala a la espera de que la academia le otorgue el premio mayor,
o lo convierta en el Borges japonés. En
una entrevista el escritor ha dicho relajado: “Yo sigo igual: escribo por la
mañana, cuatro o cinco horas, la misma cantidad de páginas, y cuando me levanto
de la silla, solo quiero saber adónde me llevará la historia. Por eso vuelvo al
día siguiente”. El gato de mi edificio me lo dijo: “Todos quieren saber a donde
puede llevarte la historia, o sea, un soberano cliché”. Luego dicen que el Nobel
de Literatura es un premio político y asexuado(¿?).
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