jueves, 18 de julio de 2019

Murakami en la antesala




Carlos Yusti


Cuando comenzó la moda Haruki Murakami ( así como hubo una moda Borges o Bolaño o Kundera e incluso una Paulo Coelho, ¡puaj! ) para no quedarme rezagado le comuniqué a un buen amigo, poeta y novelista, mi intención de leer al traductor y escritor japonés. Me incrustó sus ojos como alfileres oxidados y como si mirara un vomito dijo: “Murakami no es Proust, ni Joyce. Pierde el tiempo, si así lo quieres, leyendo a Stephen King o Dan Brown, inigualable cátedra de cómo no se debe escribir”. Por supuesto como soy respondón no hice caso. No comencé con Tokio Blus (debido a que el acné y el amor en solitario con alguna Playmate eran etapas superadas hace rato), sino con Kafka en la orilla. El título era sugestivo. Abandoné dos o tres veces su lectura y pude verificar que Murakami no era Proust y que tenía más de Stephen King, mezclado con  Coelho y algo de realismo mágico, pero en pobre.

A pesar de que su universo novelísticos tiene algunos eficaces hallazgos y muchas deficiencias se ha convertido en un postulado al Premio Nobel de Literatura. Mientras Murakami está en esa antesala, especie de purgatorio ardiente en que Jorge Luis Borges pasó una temporada hasta su muerte, prosigue escribiendo libros gordos en varios tomos como su novela “1Q84”.

En su novelas y relatos Mukarami explora las distintas aristas de lo insólito y lo fantástico, cuestión más bien común en la literatura clásica oriental en las cuales los personajes se trasmutan en animales sin ir más lejos ahí están los cuentos de P’u Sung-Ling y de los cuales Borges escribió:  “Los infiernos de P’u Sung-Ling nos recuerdan a los de Quevedo; son administrativos y opacos. (…) El lector no debe olvidar que los chinos, dado su carácter supersticioso, tienden a leer estos relatos como si leyeran hechos reales, ya que para su imaginación, el orden superior es un espejo del inferior, según la expresión de los cabalistas”. Los infiernos de Murakami no se alejan de esta premisa y en sus historias los animales hablan como algo común y corriente. La realidad se mueve a un ritmo distinto y en ocasiones en sus historias todo se ablanda como en algunos cuadros pintados por Dalí. La observación hecha por Juan Martins en su libro De qué hablo cuando hablo de Murakami es pertinente: “El elemento sorpresa y la duda de lo «real» se harán presentes y, muy al estilo de Stephen King, colocarán lo insólito, lo irreal y simbólico sobre los personajes dentro de lo aparentemente normal. Tan normales como quisiera el lector. Sin embargo, termina sucediendo todo lo contrario: el asombro toma lugar en sus relatos. La sorpresa está encubierta a través de la tensión del lector como mecanismo literario: es ese lado de lo cotidiano que se nos hace creíble en cada historia”.


El libro de Martins toma en calidad de préstamo un título del mismo Murakami: “De qué hablo cuando hablo de escribir”. El libro es como un espejo donde el autor japonés ausculta su escritura, o mejor explora su metodología/experiencia de ese innegable viaje que es escribir (Stephen King hizo lo propio con su libro Mientras escribo). El libro está dividido en 11 partes y un epílogo. En él escribe de la vocación, de los premios literarios, sobre la originalidad, explora eso de la creación de personajes, ¿para quién se escribe?. Es en definitiva un recorrido espontáneo y al natural sobre el oficio de escritor. Allí Murakami intenta capturar la esencia de lo que es escribir, de lo que significa encerrarse a solas para crear un universo plagado de personajes y situaciones ficticias, de exorcizar de algún modo los espantos de la soledad, de lo insólito, del amor, la muerte y las moscas (según Monterroso). Murakami acota: “Desde hacía tiempo tenía ganas de hablar de lo que significa para mí escribir novelas, de lo que representa este trabajo en concreto. Lo escribí poco a poco, de manera fragmentaria y dividido en capítulos por temas. Ninguno de estos textos responde a un encargo, es decir, empecé a escribirlos para mí mismo, de manera espontánea.”

En el capítulo dedicado acerca de cómo se convirtió en escritor cuenta, de manera escueta, su trabajo como dueño de un bar. De que tenía treinta años, luego de obtener un premio al mejor escritor novel de una revista literaria. De cómo empezó a trabajar antes de graduarse en la universidad. En cada capítulo del libro Murakami deja una premisa permanente: su resolución inquebrantable para convertirse en escritor. Reconoce a cada tanto sus limitaciones, pero esto no le disminuye para nada su hambre de escribir. Sus personajes solitarios perciben la realidad desde un ángulo movible, distorsionado y donde todo tiene esa apariencia neblinosa del
sueño. Algunos personajes tienen muchos puntos de contacto con su creador.

Por insertar lo fantástico en la cotidianidad más banal y rupestre se le asocia, salvando las distancias claro, con Julio Cortázar. Sin mencionar que en muchos de sus relatos y novelas el jazz fluye como fondo musical. A este respecto escribe: “Al principio de mi carrera de escritor se me ocurrió que podía construir frases como si tocara un instrumento y esa idea no ha cambiado hasta hoy. Mientras aprieto las teclas del teclado del ordenador, me impongo un ritmo determinado, me esfuerzo por buscar un sonido y una resonancia que resulten adecuados. Hoy sigue siendo para mí una premisa esencial a la hora de componer frases.” Morelli, ese alter ego traspapelado de Cortázar,  lo escribe mejor: “(…)No tengo ideas claras, ni siquiera tengo ideas. Hay jirones, impulsos, bloques, y todo busca una forma, entonces entra en juego el ritmo y yo escribo dentro de ese ritmo,…”

Uno de los grandes defectos que le atribuyen los críticos es lo poco japonesas que son sus novelas. Que es un oportunista que occidentaliza  sus personajes para tener lectores fuera del cubículo de Japón. En el capítulo ¿Para quién escribo? anota : “Un famoso crítico literario, ya fallecido, publicó una dura crítica de mi primera novela. En ella decía que esperaba que nadie se tomara aquello como literatura o algo parecido. Al enfrentarme a semejante opinión me limité a aceptarla dócilmente. No me sentí atacado u ofendido por su evidente crudeza. Ya desde la base misma, el concepto de literatura de aquel crítico y el mío eran completamente divergentes. Yo no me había planteado en absoluto cuestiones como el papel social de la novela, lo que es vanguardia o deja de serlo, si algo se puede juzgar literatura pura o no. Mi actitud desde el principio fue mucho más simple que todo eso: escribir está bien si resulta divertido”. 

En una nota sobre un libro de Murakami Javier Aparicio Maydeu escribió: “Murakami es magnético pero es endeble. Insólito pero no original. Convierte en inusitado lo convencional, y en él es ya previsible lo imprevisible. Es brillante pero artificioso. Tan aclamado como esclavo de su estilo. Por eso es relevante constatar que no parece que La muerte del comendador constituya un hito en la bibliografía del autor japonés, pero es sin duda prueba fehaciente de que ha vencido el autor su propia rutina y que después de haber analizado su escritura en De qué hablo cuando hablo de escribir escribe de un modo distinto, de un modo paradójicamente menos estridente y más prudente, más precavido, medroso ante la contingencia de la autoparodia”.

El colmo para un escritor, con varios libros y muchos lectores a cuesta, es que llegue a parodiar su propio estilo para complacer a sus incondicionales, o a quienes imprimen sus libros. Además ese es el trabajo sucio de los discípulos e imitadores, especie de murakamitos  (o harukistas ) que estarán ahora mismo encadenados a sus ordenadores haciendo hablar a perros y ratas, describiendo personajes solitarios que atraviesan paredes o pueden hablar con los pájaros.

Murakami más que un escritor se ha convertido en un icono y se dice maliciosamente que su escritura está más cerca de Stephen King que de Steinbeck. Sus detractores achacan su éxito al mercadeo editorial. A pesar de estar en la antesala a la espera de que la academia le otorgue el premio mayor, o  lo convierta en el Borges japonés. En una entrevista el escritor ha dicho relajado: “Yo sigo igual: escribo por la mañana, cuatro o cinco horas, la misma cantidad de páginas, y cuando me levanto de la silla, solo quiero saber adónde me llevará la historia. Por eso vuelvo al día siguiente”. El gato de mi edificio me lo dijo: “Todos quieren saber a donde puede llevarte la historia, o sea, un soberano cliché”. Luego dicen que el Nobel de Literatura es un premio político y asexuado(¿?).
                                                                                     

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