Eso de pintar
Pintar, no paredes se entiende, nunca fue uno de mis proyectos. Además, poseía frustrantes antecedentes. Bosquejaba los dibujos escolares, con más esmero que talento, pero mi hermana mayor Mirian les agregaba el color, debido a mi pésima manera de utilizarlos. Sin contar, que envidiaba a un condiscípulo de mi salón de clases llamado Paco, olvidé su nombre, cuyos dibujos eran de formidable virtuosismo al momento de dibujar rostros (o paisajes). Paco trazaba los contornos del dibujo con diestra sutileza y el difuminado de los colores era de precisa belleza. Mis dibujos, por el contrario, seguían senderos irregulares donde se percibía más pasión y menos precisión con los detalles.
En el bachillerato no fue mejor. En la clase de artística debíamos pintar un lienzo. Muchos de mis compañeros pagaron, o buscaron a terceros, para que les hicieran los cuadros, consistentes en paisajes luminosos y bodegones. Yo pinté un castillo y en una de sus torres un gran gorila parecía mirar al espectador. Pintado con marrones en distintos tonos, grises y negros resultaba algo sombrío. Era un cuadro, de regular tamaño, que salió de las entrañas de mi inspiración; el profesor fijó su mirada más en las entrañas y la nota fue en extremo baja. Las notas de mis deshonestos compañeros ya se sabe.
Muchos años después, y con diversas exposiciones a cuesta, volví a encontrar a Paco. Conversamos de asuntos rutinarios. Que se había casado, tenía dos niños y trabajaba en uno de esos cuerpos de investigaciones policiales. Elaboraba los retratos hablados de sospechosos y delincuentes. Esta vez no sentí ni una pizca de envidia.
Existen tenues diferencias en eso de escribir y pintar. Enfrentarse al lienzo en blanco es tan atemorizante como sentarte en el escritorio a la espera de una frase con cierta densidad. Conrad escribió que cada mañana se situaba con religiosidad en su mesa trabajo, pasaba sentado ocho horas, y todo lo que hacía era eso: permanecer sentado. Al final apenas lograba escribir tres frases y antes de incorporarse debía tachar algunas. Contenía su desesperación e impotencia para no despertar al niño y no alarmar a su mujer.
Juan Rulfo apenas escribió dos libros. Me gusta ese breve cuento de Monterroso titulado Fecundidad: “Hoy me siento bien, un Balzac; estoy terminando esta línea”. La producción de muchos pintores que conozco es siempre mayor que la de mis amigos escritores. En mi caso los dibujos y pinturas son más abundantes que mis textos escritos. Desconozco la razón.
En muchas ocasiones el artista lleva hasta los extremos su estilo. La Unesco en París encargó a Picasso un mural para decorar un vestíbulo. El artista español pintó "La caída de Ícaro", consistente en cuarenta paneles numerados, de ocho por diez metros. Representa el mito griego: Ícaro, el hijo de Dédalo se confecciona unas alas de cera, al volar cerca del sol estas se derriten y se precipita al mar. En el mural la escena central muestra a Ícaro cayendo en el mar, mientras que en primer plano el espectador puede ver a Dédalo erguido como mudo testigo de la tragedia.
En la obra de Picasso está su estilo cubista, en las cuales las figuras se representan desde lo geométrico, desfiguradas hasta la abstracción. El mural parece pintando por un niño de preescolar. Esto dio pie a comentarios burlones e incluso se insinuó que con dicho mural el espectador asistía al declive crepuscular del genio, al igual que Dédalo, veía otra tragedia más profunda.
Tanto en la escritura como en la pintura se trata de simplificar. El mejor ejemplo podría ser el de Samuel Beckett cuyos textos al final están despojados de toda farragosa fraseología. Es famoso ese cuento chino del emperador que hizo venir a su palacio al pintor más ilustre. Especie de ermitaño quien vivía en las laderas de una montaña. El emperador le encargó un fresco, quería que en él se representaran dos dragones, uno azul y el otro amarillo, de cuya unión surge la armonía celeste. El pintor prometió realizar su mejor obra, pero puso sus condiciones: tiempo, víveres y suministros ilimitados. El artista regresó de nuevo a su hogar. Durante los meses siguientes, las caravanas acarrearon todo lo pedido por el pintor. Transcurrido un año, y el artista todavía estaba en su retiro. El emperador se encolerizaba cada vez que pasaba ante el muro vacío. Envió un mensaje al pintor, conminándolo a que terminara su trabajo lo antes posible. El artista le hizo llegar una carta en la cual solicitaba, con todas las fórmulas de cortesía al uso, más plazo y material complementario. El emperador aceptó. Tres años después el pintor, a quien el emperador ya había olvidado, reapareció. El artista pintó el fresco. El emperador acudió para admirar esa obra maestra tan esperada. Descubrió estupefacto dos especies de zigzags toscamente esbozados, el uno azul y el otro amarillo. ¡Semejaban vagamente dos caligrafías! ¡De los dragones ni rastro! El emperador estalló en furia y ordenó que encarcelaran al pintor. El emperador hizo instalar su cama frente al mural; quería contemplar la obra maestra mientras se dormía. Esa noche un sueño lo perturbó: dos rayos, semejantes a dragones, el uno azul y el otro amarillo se enfrentaban, se entrelazaban y se dibujan en el espacio como dos líneas apenas. A la mañana siguiente, el emperador hizo salir al pintor de su calabozo, quería que le explicara su visión nocturna. El viejo artista sonrió y contestó que la respuesta se encontraba en su casa. Tras cabalgar largo tiempo hasta la montaña y escalar un sendero que serpenteaba a través de un precipicio, el pintor hizo entrar al emperador en su casa, especie de cueva desprovista de lujos. El pintor encendió una antorcha y condujo al emperador en la oscuridad. Sobre las paredes estaban pintados unos dragones azules y amarillos como los que el emperador tanto había esperado, con los detalles más realistas, las escamas resplandecientes, las garras aceradas, pero a medida que la antorcha se adentraba en la oscuridad, iluminaba imágenes cada vez más depuradas para convertirse en simples líneas de fuerza. Al final no quedó más que la esencia vibrante de los dragones, las energías primordiales representadas con los mismos trazos de colores que los pintados en el mural. Entonces el emperador tomó las manos del viejo pintor y se sintió maravillado de ver los pasos de la creación artística y su inigualable misterio.
Esa misma decepción que embargó al emperador de seguro fue la misma de quienes asistieron a la presentación pública del mural de Picasso.
Decidí pintar debido a que quería escribir sobre determinados pintores y en tal sentido necesitaba conocer ese proceso previo para enfrentar el lienzo en blanco, conocer los materiales, saber las posibilidades mágicas del color. Quería conocer si para pintar era necesario estar inspirado, saber sobre el dramatismo de usar un color y no otro, de anular la figura y llegar a lo abstracto para suprimir el horror de la realidad.
La tan manoseada «Inspiración» se escapa como una anguila gelatinosa entre los dedos (aquí dibujo con palabras), no es sencillo definirla, ni tampoco sabría argumentar si algunos amigos artistas han sentido su eléctrica presencia. Entre poetas parece estar más como un latido, especie de fogonazo momentáneo. En muchos malos poetas que conozco hay gran cantidad de poesía interior, incluso algunos convierten su vida en su mejor poema, pero en el papel ni rastro alguno de poesía genuina, si acaso paparruchas con intenciones poéticas.
En cambio, entre los novelistas es un trabajo riguroso con las palabras y la inspiración va o viene según el ánimo del escritor. Flaubert fue un ejemplo de un escritor que luchó a brazo partido en la construcción de la frase perfecta. Convirtió ese esfuerzo de escribir/corregir es una agonía de trabajo incesante. No es casual que Barthes escriba: “…en Flaubert la dimensión de este esfuerzo representa otra cosa; el trabajo del estilo es en él un sufrimiento indecible (a pesar de haberlo dicho a menudo), casi expiatorio, al que no le reconocía ninguna compensación de orden mágico (es decir, aleatoria) como podría serlo en muchos otros escritores el sentimiento de la inspiración: el estilo, para Flaubert, es el dolor absoluto, el dolor infinito, el dolor inútil”.
En eso de pintar, y lo digo desde mi experiencia, más que sacudido por la inspiración tengo como rachas. En una oportunidad un amigo me obsequió como cuarenta cartulinas de gran tamaño y buena calidad. Las pinté todos en un lapso de un mes. Con el trabajo terminado vino un negociante al apartamento con intención de comprarme algunos cuadros y de hacerme un encargo para pintar un cuadro de cuatro metros de largo por un metro y medio de ancho. No sin antes preguntar a cuanto vendía el metro de cuadro pintado. Le expliqué que el asunto era más complejo. Acordamos un precio y él trajo el lienzo con las medidas. Hice algunos bocetos. Todos le gustaban, pero quiso consultarlo con su esposa. Pinté el cuadro en el pasillo del edificio en tres mañanas. El hombre satisfecho ni siquiera dejó que le embalara la tela.
Conocidos y amigos se sorprenden cuando descubren que pinto; sin embargo, yo me sorprendo que escriba. Y aquí estoy; a la espera de ese trance de escribir mi caída de Ícaro.
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