miércoles, 5 de junio de 2019

Yusti, el deslenguado


Carlos Yusti pertenece a esa extraña raza de escritores deslenguados. Pintor, articulista, promotor cultural, lector voraz y autor de varios libros de ensayo.
Diego Rojas Ajmad    

Carlos Yusti y el fotógrafo Yuri Valecillo
Confieso que me atraen fervorosamente las obras de los escritores deslenguados. Poder decir sin el control permanente del recato, y aún así mantener la atractiva belleza cadenciosa de la palabra, es un arte que a no todos les resulta con éxito. Por ello, los escritores de lengua lampiña se me antojan unos excelsos malabaristas que saben caminar con prestancia sobre la cuerda floja del lenguaje.
La grosería, la mala palabra, la voz disonante, el hablar sin pelos en la lengua, siempre han pertenecido a los bajos mundos de la trasgresión, de la locura, del maleficio, de la catarsis y del pecado capital. Ese carácter subterráneo de la mala palabra, asediada por la Iglesia y la escuela, le ha hecho buscar refugio en bares, burdeles, mercados y plazas públicas, convertida en lengua secreta de la intimidad, del desdén y de la afrenta. Las paredes de los baños públicos son en este sentido un provocativo cuaderno en blanco abierto a las necesidades expresivas de los deslenguados. Recuerdo una anécdota contada por García Márquez en su novela El otoño del patriarca. En ella, y si la memoria no me falla, el protagonista, un típico dictador latinoamericano, de esos que desean mantenerse en el poder hasta el cansancio de sí mismos, tenía por costumbre visitar los baños públicos para leer en las paredes la opinión que tenía el pueblo acerca de la efectividad de su mandato. Solo allí, entre números de teléfono y confesiones al voleo, podría encontrar verdades. Así, la mala palabra es también instrumento contra el poder, puñetazo verbal que persigue el rostro del decoro, del disimulo, de la vida monótona y sin sentido.
Aunque pueda resultar paradójico, la grosería y la fealdad también han encontrado lugar en la literatura. Con la Edad Moderna, cuando se quebró el pacto entre la belleza y el arte, lo grotesco pudo exhibir a sus anchas las irregularidades e imperfecciones como elementos dignos de atención y elogio. Don Quijote, Gargantúa, Pantagruel, Quasimodo, Frankenstein, Drácula, desprovistos de las cualidades de la razón, la moral, el orden y la estética, ocuparon el puesto de los apolíneos y bienhablados héroes épicos para ser ahora indecorosos representantes de la otredad. Basta nomás hojear algunas páginas de Charles Bukowski, de Kurt Vonnegut, de Henry Miller, de Hunter S. Thompson, de Fernando Vallejo, entre muchos otros, para comprender el estremecimiento poético y el llamado de atención a la conciencia que también pueden ocasionar la impertinencia y la mala palabra.
En la literatura venezolana el desparpajo ha tenido presencia en deslenguados como José Ignacio Cabrujas, Argenis Rodríguez, Pedro María Patrizi, Rodolfo Santana, Denzil Romero, Salvador Garmendia, Francisco Arévalo, entre otros, para quienes el verbo descarnado ha sido un instrumento que ayuda a acercar a los lectores y a la vida.
Carlos Yusti pertenece a esa extraña raza de escritores deslenguados. Pintor, articulista, promotor cultural, lector voraz y autor de varios libros de ensayo comoPocaterra y su mundo (1991), Vírgenes necias (1994), Cuaderno de argonauta (1996, Premio de Ensayo Casa de la Cultura Miguel Ramón Utrera), De ciertos peces voladores (1997), Los sapos son príncipes y otras crónicas de ocasión (2006, Premio de Crónica IV Bienal de Literatura Antonio Arráiz), Dentro de la metáfora: absurdos y paradojas del universo literario (2007), Para evocar el olvido y otros ensayos inoportunos (2007) y Poéticas del ojo. Una mirada impertinente acerca de las artes visuales (1999-2008) (2011), Yusti, para usar el oxidado lugar común, ha sabido poner el dedo en la llaga de la escritura y en sus fatuos mundillos de elogio mutuo, brindis y apariencia.
No existe disimulo ni pose en la obra de Yusti. Es un escritor enduendado por la magia de la literatura a quien solo le preocupa el sincero y constante trabajo de hojalatería sobre el lenguaje, convirtiéndose así en un escritor del margen, un escritor que va, como dice él mismo, a sus propios aires:
“Para que te consideren escritor no basta con que escribas, sino que tienes que convertirte en un quinta columna; debes ser inodoro e incoloro; ignoto como un corredor de bolsa y con una prosa municipal. Para que la rosca literaria capitalina te otorgue su visto bueno tienes que escribir unos textos zurcidos con literatura comparada donde hables de Borges y su ceguera como anatema político-existencial y otras cuestiones en ese tenor. Tienes que escribir con mucha cretona de escuela de letras y además no puedes cometer faltas ortográficas ni errores políticos. Tienes prohibido escribir el país con tinta mal ortografiada. Mucho menos puedes expresar que Andrés Eloy Blanco es una carraca cursilona ni que Uslar Pietri es la literaria con un excedente de almidón enciclopédico. Debido a esto uno se va por el margen, va a sus aires tratando solo de escribir a secas”.
La grosería es una verdad sin adornos ni maquillajes que nos recuerda el existencial dilema ético entre el mal decir o el decir las cosas a medias. Las malas palabras, aunque sean altisonantes, serán siempre la válvula de escape de lo que hay que vociferar con urgencia. Malas palabras, en definitiva, son las que no conducen a la verdad. Y eso, desde siempre, lo han sabido nuestros escritores deslenguados.
rojasajmad@gmail.com

Fuente: Diario El correo del Caroní

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