Sergio Ramírez, el retratista de la épica a domicilio
Carlos YUSTI
Fotos de YURI VALECILLO
Al escritor nicaragüense
Sergio Ramírez le he leído con cierta constante inconstancia. O sea, con altibajos y en ocaciones con largos
paréntesis. No por culpa de la escritura de Sergio Ramírez, sino por el
aparatoso ritmo de lectura que he llevado, para salir un poco de la rutina que en
ocasiones imponen los libros, sino pregunten al pobre Alonso Quijano, que tuvo
que salir de su biblioteca para encontrar en la realidad, que le era adversa y
para nada literaria, para experimentar la aventura de su vida más extraña,
desaforada y fantástica que la leída en sus libros de caballería. Se sale de
los libros para entrar en la metáfora de la vida la cual, como dijera el
Adriano de Marguerite Yourcenar, te va enseñando los libros.
Leí de adolescente su
novela ¿Te dio miedo la sangre?,
editada por Monte Ávila Editores (la de la cuarta claro). Luego tuve noticias
que su novela Castigo divino, se
convirtió en éxito inesperado de la televisión. Luego leí su crónica sobre la
travesía sandinista, Adiós Muchachos.
Una utopía que cerro sin broche de oro, al parecer se robaron el broche, con
una enorme corruptela que incluía piñata, brujería, persecución rastrera al poeta
Ernesto Cardenal, incesto y un florido etcétera nada prístino y al final
resultaron menos revolucionarios y más politicastros de oficio.
El premio Cervantes
otorgado a Sergio Ramírez coincide con una Nicaragua envuelta en protestas,
incendios y muertes no por casualidad en su discurso el premiado escribe: “Cerrar
los ojos, apagar la luz, bajar la cortina, es traicionar el oficio. Todo irá a desembocar
tarde o temprano en el relato, todo entrará sin remedio en las aguas de la
novela. Y lo que calla o mal escribe la historia, lo dirá la imaginación, dueña
y señora de la libertad, “por la que se puede y debe aventurar la vida”, pues
no hay nada que pueda y deba ser más libre que la escritura, en mengua de sí
misma cuando paga tributos al poder el que, cuando no es democrático, sólo
quiere fidelidades incondicionales. Somos más bien testigos de cargo”.
Esa fidelidad a la
imaginación, a las mentiras verdaderas de la literatura es lo que en definitiva
me gusta de Sergio Ramírez. Ese no darle tregua, ni sosiego ni respiro a la realidad por lo más cruda que se
presente; ese no inclinarse ante el contrabando de sombras del poder y que
ofrece felicidad al mayoreo cuando en realidad solo busca sacar su pedazo de
pastal, contante y sonante, por servicios prestados.
En su libro Mentiras verdaderas escribe: “Las
guerras, las hambrunas, las tragedias colectivas, los crímenes ocurren dentro
de nuestras casas. Son sucesos domésticos, pertenecen a una épica a domicilio”.
En unas páginas más adelantes de este libro utiliza un mueble, que hizo su
abuelo materno, quien era un ebanista aficionado, como ejemplo para encarar el
oficio de la escritura o como él lo escribe: “Para fabricar un mueble se parte
de una idea de árbol, el árbol que se alza ante los vientos entre la abigarrada
y oscura multitud del bosque. Es necesario elegir uno de ellos, apreciar su
fuste, las rugosidades de su corteza, la extensión de sus raíces, la solemnidad
de su estatura, la frondosidad de su ramaje y entonces, hay que cortarlo. Y
después de cortarlo, aserrarlo en piezas, ensamblar esas piezas, darles una
forma; cuidar que las junturas no dejen luces -entre juntura y juntura no puede
pasar la luz-; y por fin tallar, lijar, pulir, barnizar. Nada sobrevive de
aquella forma de árbol, pero es el árbol. Entre el árbol y el mueble, entre la
materia del árbol y la transformación de la materia en un mueble, queda de por
medio la apropiación de esa materia, apropiación que es el proceso de convertir
la realidad en imaginación y la imaginación en lenguaje; un proceso que requerirá
de diversas herramientas, como las del carpintero que era mi abuelo: plomada,
escoplo, buril. Y rigor, disciplina, sentido de las proporciones, medidas de la
estética, amor de la perfección…”
Detrás de ese afán de
comparar el oficio de la escritura con el burdo trabajo artesanal (como lo hizo
el poeta Eugenio Montejo al comparar la composición de un poema con la hechura
del pan de la pequeña panadería familiar en la que creció) existe como una
poética, hay como un recuperación de ese menudo trabajo manual que de alguna
manera posee el trabajo con las palabras y que tiene muchos puntos de contactos
con hacer el pan, construir un mueble u organizar todo el encofrado de madera,
que era la responsabilidad de mi padre, para vaciar una placa de concreto.
Todos estos trabajos llevan implícitos
constancia, disciplina, pero sobre todo un aprender cada día para
alcanzar cierta maestría única e irrepetible sin otro truco que el trabajo
implacable. Además con el trabajo con el lenguaje no hay otra manera, sino
compromiso de artesanía esmerada y pasionaria.
Gioconda Belli |
Los muebles escritos por
Sergio Ramírez tiene ese toque vigoroso de la perfección, de esa perfección que
busca que el lenguaje no tenga fisuras y que entre juntura y juntura deje pasar
sólo la luz inquieta e implacable de la imaginación.
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