lunes, 27 de mayo de 2024

 Eso de pintar



Pintar, no paredes se entiende, nunca fue uno de mis proyectos. Además, poseía frustrantes antecedentes. Bosquejaba los dibujos escolares, con más esmero que talento, pero mi hermana mayor Mirian les agregaba el color, debido a mi pésima manera de utilizarlos. Sin contar, que envidiaba a un condiscípulo de mi salón de clases llamado Paco, olvidé su nombre, cuyos dibujos eran de formidable virtuosismo al momento de dibujar rostros (o paisajes). Paco trazaba los contornos del dibujo con diestra sutileza y el difuminado de los colores era de precisa belleza.  Mis dibujos, por el contrario, seguían senderos irregulares donde se percibía más pasión y menos precisión con los detalles.

En el bachillerato no fue mejor. En la clase de artística debíamos pintar un lienzo. Muchos de mis compañeros pagaron, o buscaron a terceros, para que les hicieran los cuadros, consistentes en paisajes luminosos y bodegones. Yo pinté un castillo y en una de sus torres un gran gorila parecía mirar al espectador. Pintado con marrones en distintos tonos, grises y negros resultaba algo sombrío. Era un cuadro, de regular tamaño, que salió de las entrañas de mi inspiración; el profesor fijó su mirada más en las entrañas y la nota fue en extremo baja. Las notas de mis deshonestos compañeros ya se sabe.

Muchos años después, y con diversas exposiciones a cuesta, volví a encontrar a Paco. Conversamos de asuntos rutinarios. Que se había casado, tenía dos niños y trabajaba en uno de esos cuerpos de investigaciones policiales. Elaboraba los retratos hablados de sospechosos y delincuentes. Esta vez no sentí ni una pizca de envidia.

Existen tenues diferencias en eso de escribir y pintar. Enfrentarse al lienzo en blanco es tan atemorizante como sentarte en el escritorio a la espera de una frase con cierta densidad. Conrad escribió que cada mañana se situaba con religiosidad en su mesa trabajo, pasaba sentado ocho horas, y todo lo que hacía era eso: permanecer sentado. Al final apenas lograba escribir tres frases y antes de incorporarse debía tachar algunas. Contenía su desesperación e impotencia para no despertar al niño y no alarmar a su mujer.

Juan Rulfo apenas escribió dos libros. Me gusta ese breve cuento de Monterroso titulado Fecundidad: “Hoy me siento bien, un Balzac; estoy terminando esta línea”. La producción de muchos pintores que conozco es siempre mayor que la de mis amigos escritores. En mi caso los dibujos y pinturas son más abundantes que mis textos escritos. Desconozco la razón.

En muchas ocasiones el artista lleva hasta los extremos su estilo. La Unesco en París encargó a Picasso un mural para decorar un vestíbulo. El artista español pintó "La caída de Ícaro", consistente en cuarenta paneles numerados, de ocho por diez metros. Representa el mito griego: Ícaro, el hijo de Dédalo se confecciona unas alas de cera, al volar cerca del sol estas se derriten y se precipita al mar. En el mural la escena central muestra a Ícaro cayendo en el mar, mientras que en primer plano el espectador puede ver a Dédalo erguido como mudo testigo de la tragedia.

En la obra de Picasso está su estilo cubista, en las cuales las figuras se representan desde lo geométrico, desfiguradas hasta la abstracción. El mural parece pintando por un niño de preescolar. Esto dio pie a comentarios burlones e incluso se insinuó que con dicho mural el espectador asistía al declive crepuscular del genio, al igual que Dédalo, veía otra tragedia más profunda.

Tanto en la escritura como en la pintura se trata de simplificar. El mejor ejemplo podría ser el de Samuel Beckett cuyos textos al final están despojados de toda farragosa fraseología. Es famoso ese cuento chino del emperador que hizo venir a su palacio al pintor más ilustre.  Especie de ermitaño quien vivía en las laderas de una montaña. El emperador le encargó un fresco, quería que en él se representaran dos dragones, uno azul y el otro amarillo, de cuya unión surge la armonía celeste. El pintor prometió realizar su mejor obra, pero puso sus condiciones: tiempo, víveres y suministros ilimitados. El artista regresó de nuevo a su hogar. Durante los meses siguientes, las caravanas acarrearon todo lo pedido por el pintor. Transcurrido un año, y el artista todavía estaba en su retiro. El emperador se encolerizaba cada vez que pasaba ante el muro vacío. Envió un mensaje al pintor, conminándolo a que terminara su trabajo lo antes posible. El artista le hizo llegar una carta en la cual solicitaba, con todas las fórmulas de cortesía al uso, más plazo y material complementario. El emperador aceptó. Tres años después el pintor, a quien el emperador ya había olvidado, reapareció. El artista pintó el fresco. El emperador acudió para admirar esa obra maestra tan esperada. Descubrió estupefacto dos especies de zigzags toscamente esbozados, el uno azul y el otro amarillo. ¡Semejaban vagamente dos caligrafías! ¡De los dragones ni rastro! El emperador estalló en furia y ordenó que encarcelaran al pintor. El emperador hizo instalar su cama frente al mural; quería contemplar la obra maestra mientras se dormía. Esa noche un sueño lo perturbó: dos rayos, semejantes a dragones, el uno azul y el otro amarillo se enfrentaban, se entrelazaban y se dibujan en el espacio como dos líneas apenas. A la mañana siguiente, el emperador hizo salir al pintor de su calabozo, quería que le explicara su visión nocturna. El viejo artista sonrió y contestó que la respuesta se encontraba en su casa. Tras cabalgar largo tiempo hasta la montaña y escalar un sendero que serpenteaba a través de un precipicio, el pintor hizo entrar al emperador en su casa, especie de cueva desprovista de lujos. El pintor encendió una antorcha y condujo al emperador en la oscuridad. Sobre las paredes estaban pintados unos dragones azules y amarillos como los que el emperador tanto había esperado, con los detalles más realistas, las escamas resplandecientes, las garras aceradas, pero a medida que la antorcha se adentraba en la oscuridad, iluminaba imágenes cada vez más depuradas para convertirse en simples líneas de fuerza. Al final no quedó más que la esencia vibrante de los dragones, las energías primordiales representadas con los mismos trazos de colores que los pintados en el mural. Entonces el emperador tomó las manos del viejo pintor y se sintió maravillado de ver los pasos de la creación artística y su inigualable misterio.

Esa misma decepción que embargó al emperador de seguro fue la misma de quienes asistieron a la presentación pública del mural de Picasso.

Decidí pintar debido a que quería escribir sobre determinados pintores y en tal sentido necesitaba conocer ese proceso previo para enfrentar el lienzo en blanco, conocer los materiales, saber las posibilidades mágicas del color. Quería conocer si para pintar era necesario estar inspirado, saber sobre el dramatismo de usar un color y no otro, de anular la figura y llegar a lo abstracto para suprimir el horror de la realidad.

La tan manoseada «Inspiración» se escapa como una anguila gelatinosa entre los dedos (aquí dibujo con palabras), no es sencillo definirla, ni tampoco sabría argumentar si algunos amigos artistas han sentido su eléctrica presencia. Entre poetas parece estar más como un latido, especie de fogonazo momentáneo. En muchos malos poetas que conozco hay gran cantidad de poesía interior, incluso algunos convierten su vida en su mejor poema, pero en el papel ni rastro alguno de poesía genuina, si acaso paparruchas con intenciones poéticas.  

En cambio, entre los novelistas es un trabajo riguroso con las palabras y la inspiración va o viene según el ánimo del escritor. Flaubert fue un ejemplo de un escritor que luchó a brazo partido en la construcción de la frase perfecta. Convirtió ese esfuerzo de escribir/corregir es una agonía de trabajo incesante. No es casual que Barthes escriba: “…en Flaubert la dimensión de este esfuerzo representa otra cosa; el trabajo del estilo es en él un sufrimiento indecible (a pesar de haberlo dicho a menudo), casi expiatorio, al que no le reconocía ninguna compensación de orden mágico (es decir, aleatoria) como podría serlo en muchos otros escritores el sentimiento de la inspiración: el estilo, para Flaubert, es el dolor absoluto, el dolor infinito, el dolor inútil”.

En eso de pintar, y lo digo desde mi experiencia, más que sacudido por la inspiración tengo como rachas. En una oportunidad un amigo me obsequió como cuarenta cartulinas de gran tamaño y buena calidad. Las pinté todos en un lapso de un mes. Con el trabajo terminado vino un negociante al apartamento con intención de comprarme algunos cuadros y de hacerme un encargo para pintar un cuadro de cuatro metros de largo por un metro y medio de ancho. No sin antes preguntar a cuanto vendía el metro de cuadro pintado. Le expliqué que el asunto era más complejo. Acordamos un precio y él trajo el lienzo con las medidas. Hice algunos bocetos. Todos le gustaban, pero quiso consultarlo con su esposa. Pinté el cuadro en el pasillo del edificio en tres mañanas. El hombre satisfecho ni siquiera dejó que le embalara la tela.

Conocidos y amigos se sorprenden cuando descubren que pinto; sin embargo, yo me sorprendo que escriba. Y aquí estoy; a la espera de ese trance de escribir mi caída de Ícaro.

 


viernes, 3 de mayo de 2024

 

Tom Ripley está de regreso


Carlos YUSTI






Uno de los muchos títulos provisionales que tuvo en principio la novela El talento de Mr. Ripley fue A Month of Sundays. Patricia Highsmith dijo en una ocasión que la idea le surgió de mirar a un hombre que caminaba solitario por la playa. En su rostro había cierta desolada desesperación, algo oscuro. “Yo quería conocer a ese hombre, descubrir los entretelones de su alma, y enseguida me fui al cuarto de hotel y comencé a escribir”.

Muchas novelas tienen como personaje principal a un arribista sin escrúpulos. Son personajes amorales que hacen lo necesario para lograr sus objetivos. La novela de Stendhal Rojo y negro tiene a Julien Sorel, quien asciende en sociedad vampirizando a sus amantes: madame Louise de Rênal, madura aristócrata provinciana, y Mathilde, joven hija del marqués de La Mole, adinerado parisino a quien Sorel sirve como secretario. La novela Una tragedia americana, de Theodore Dreiser, inspirada en un hecho real, narra la historia de Clyde Griffiths, un hombre sin carácter, irresoluto, algo psicópata y criado con muchas estrecheces, quien asesina a su novia embarazada, de la que se avergüenza, para casarse con una mujer que puede abrirle las puertas del bienestar material y de una buena posición social. Otra novela que traza el retrato de un advenedizo es Washington Square, de Henry James. Una chica poca agraciada, con un padre adinerado y déspota, es pretendida por el joven Morris Townsend, especie de galán de telenovela que sin consideración alguna la pretende sólo por su fortuna. Todos arribistas, pero el que se lleva los laureles es sin duda Tom Ripley. La novela El talento de Mr. Ripley retrata la vida de un estafador subalterno al que un tal señor Greenleaf, especie de millonario americano, lo contacta y le pide que intente convencer a su hijo Dickie para que vuelva a casa, y que por dicha gestión pagará todos los gastos e incluso un salario. Por su parte, el hijo díscolo, Dickie, vive en Italia, en una especie de ocioso turismo artístico, intentando convertirse en pintor a pesar de carecer de talento. Tom acepta el trabajo y de paso así escapa de posibles inconvenientes policiales. Consigue a Dickie y a su amiga Marge Sherwood, con quienes establece una tensa relación que se precipita hacia el crimen y el engaño.

Hay varias películas sobre las andanzas delictivas y sombrías de Ripley. Un canal de streaming trae de vuelta al icónico personaje de Patricia Highsmith, en paquete de miniserie con el simple título de Ripley. Escrita, dirigida y producida por Steven Zaillian.

Esta nueva versión, basada en el libro El talento de Mr. Ripley, viene con características y variaciones que buscan resaltar lo retorcido de la historia desde una visión estética. Filmada en blanco y negro, juega con las luces, enlazadas con las sombras, como un homenaje a esas películas clásicas policiales. En lo personal me trae a la memoria la película Sed de mal, de Orson Welles. Un policial extravagante, también en blanco y negro, donde las luces o las sombras subrayan la ambigüedad del bien y el mal a través de una historia cruda de poder y corrupción.

Otro aspecto de esta versión de Zaillian tiene que ver con la destilación lenta de Tom Ripley, con su compleja red de mentiras, suplantación de identidad y asesinatos, demostrando ese talento impecable, como de mago escapista, que tiene para salir librado de cualquier dificultad. Zaillian se toma muchas libertades con respecto al libro. Al parecer orientadas a crear esa atmósfera donde Tom Ripley, de alguna manera menos lineal, también es un artista con su innegable dosis de sicopatía.

Los guionistas cuando adaptan un libro se enfrentan a ciertos problemas. Un libro al pasar por el tamiz del cine sufre simplificaciones drásticas. En ocasiones algunas películas, basadas en libros, se convierten en obras autónomas (o distintas), y ocurre que a veces la película es mejor que el libro o viceversa. Alfred Hitchcock recuerda que durante un viaje compró un librito de quiosco para pasar el rato. El libro era malo, estaba torpemente escrito, pero le impresionó que sin esperarlo ocurre un asesinato. La novela no era otra que Psicosis, de Robert Bloch.

Muchas veces el guionista por respeto trata de ser lo más fiel posible al libro, pero a la hora de hacer una película muchas manos intervienen. El guionista y escritor William Goldman escribió el guion literario de Misery, novela de Stephen King. Como lector del libro le sorprendió esa parte donde la desquiciada admiradora le amputa los pies al escritor. Goldman escribió la escena con todo el horror del caso. El director y productor Rob Reiner la reescribió y esta vez la mujer le rompe los tobillos. Goldman protestó, pero Rainer filmó la escena reescrita. El guionista tuvo que admitir: “La gente vivió a fondo la escena y odió a la protagonista, pero le encantó la película (…). Yo me equivocaba. Estás convencido de que tienes razón. Nadie sabe en realidad qué funcionará (…)”.

El escritor de guiones vive en ese limbo de ansiedad buscando una idea, un libro que funcione para el cine. La inspiración se encuentra en los sitios menos esperados. El propio Zaillian relata cómo surgió la inspiración para escribir el guion de Buscando a Bobby Fischer. El productor Scott Rudin le había dado un montón de artículos, recortes de prensa, libros e ideas que le interesaban. Enterrado en dicha pila de papeles había un librito escrito por el padre de un niño, o como el propio Zaillian cuenta:

“Fue la fotografía de la cubierta lo que de verdad me llamó la atención: era un niño estudiando una posición de ajedrez sobre un tablero. Sólo tenía siete años, pero su aspecto era muy serio y adulto. La imagen hizo que me planteara varias preguntas. ¿Por qué estaba ese niño haciendo cosas de adultos? ¿A qué tipo de presiones lo somete esa situación? Como suele suceder en estos casos, me vi arrastrado a un mundo específico, en este caso el ajedrez, en el que se desarrolla la historia, y hacia un personaje muy fuerte dentro de ese mundo”.

Todo esto viene a colación debido a que este Ripley de Zaillian crea una obra particular a partir del libro de Highsmith y la excusa del hijo del millonario Dickie, que quiere ser pintor, le sirve para incorporar en paralelo y de manera breve (como entre líneas) la historia del pintor Caravaggio, también asesino, pero cuyo talento como pintor rayaba en la genialidad. Un pintor autodidacta, impulsivo, belicoso, amante del submundo de las tabernas y las prostitutas, cuya vida fue un carnaval de luz y sombra. No es casual lo escrito por Andrew Graham-Dixon:

“El arte de Caravaggio se compone de oscuridad y de luz. Sus pinturas presentan momentos decisivos de una experiencia humana extremada y con frecuencia dolorosa. Un hombre es decapitado en su dormitorio y del profundo corte en el cuello salta un chorro de sangre. Un hombre es asesinado en el altar de una iglesia. A una mujer le disparan una flecha en el estómago a quemarropa. Las imágenes de Caravaggio detienen el tiempo, pero también parecen estar suspendidas al borde de su propia desaparición. Los rostros están iluminados. Los detalles surgen de la oscuridad con una claridad tan misteriosa que podrían ser alucinaciones. Sin embargo, siempre están cercados de sombras, profundidades de negrura que amenazan con hacerlos desaparecer. Contemplar estas pinturas es como mirar un mundo iluminado por relámpagos”.

Hay una escena de la miniserie en la que Tom Ripley está en la Iglesia de San Luis de los Franceses en Roma. Tom está frente a la capilla Contarelli, que está sumida en una silenciosa oscuridad. Introduce una moneda en una máquina y de pronto un gran tríptico se ilumina. Detrás de Tom un cura se detiene y le dice que todo está en la luz. La escena me recordó lo dicho por Krzysztof Piesiewicz, el guionista predilecto de Krzysztof Kieslowski:

“Una vez, estando en Roma, fui a ver un cuadro de Caravaggio en una iglesia que estaba a oscuras y tuve que introducir una moneda en una máquina para que se encendiera la luz. De repente, apareció el cuadro con su increíble juego de colores y me sentí como si estuviera en el cine. Creo que las películas modernas deberían ser como ese cuadro de Caravaggio, en el que aparentemente todo es realista pero que posee algunos detalles que le dan una dimensión misteriosa y espiritual”.


Prendimiento de Cristo de Caravaggio


Creo que el Ripley de Zaillian ha tratado de traducir en imágenes lo dicho por Piesiewicz. Además, en una oportunidad Patricia Highsmith escribió:

“Puedo pensar sólo en una ligera cercanía entre el criminal y el artista, desde que un escritor imaginativo es muy libre; tiene que olvidar su propia moral, su sentido moral personal, especialmente si escribe sobre criminales. Debe sentir que todo es posible (…). El asesinato para mí es algo misterioso. Creo que no lo comprendo del todo (…). Y ese es el motivo por el cual escribo tanto al respecto: estoy interesada en la culpa”.

En la miniserie Ripley está presente en Tom ese deseo de ser otro, esa avidez de cambiar de piel; de dejar atrás a ese pobre tipo con gustos bizarros, sin espiritualidad elevada y sin dinero. Highsmith lo dijo en una entrevista: “Tom Ripley no es nadie y por eso puede ser cualquiera. En ese sentido, es un impostor. Es alguien que se mete bajo la piel de otro, y por eso nos refleja un poco porque todos somos en cierta manera una máscara”.

Quizá sea por eso que Tom Ripley fascina y atemoriza en proporciones iguales. En su vida ficticia hay un cierto paralelismo con la vida real de Caravaggio que como genio y asesino fue condenado a muerte. Por esa razón estuvo huyendo, tratando de escapar de sus enemigos y de sí mismo, de sus demonios. Ocultándose en la luz y en la sombra. Intentando ser otro para no ser atrapado por la justicia. Se dice que Caravaggio al final de sus días estaba extenuado, hambriento, enfermo. Los biógrafos aseveran que murió en una playa solitaria víctima de la disentería, o que fue asesinado a manos de los muchos enemigos que fue cosechando a lo largo de su pendenciera vida. Unos días después de su muerte fue indultado por el papa Paulo V.

Tom Ripley, a diferencia de Caravaggio, escapa siempre. Su creadora no pudo escribir su final, pero aseguraba que Tom estaba perdiendo la razón. La muerte en una playa solitaria podría ser su destino más lógico. O quizás, en un sanatorio, fingiendo ser un hombre cuerdo.

Ripley es ese personaje que se mueve con pulso impávido por la oscuridad, por esos deseos horribles que están finamente enmascarados por una luz trágica. Esto lo hace un personaje actual que nos dice que el mal tiene muchas máscaras, que adopta muchos ropajes y que la vida tiene la luz necesaria para combatir esa oscuridad que intenta, por todos los medios, imponerse y controlarnos.