“La poesía visual no es ni
dibujo ni pintura, es un servicio a la comunidad. El que se agote dependerá del
talento de la gente que la hace. Aquí no hay un código, estás al descubierto”.
Joan Brossa
“Hay que hacer algo nuevo para ver algo nuevo”.
Lichtenberg
Lo medita
uno (con el silencio en los bolsillos) al patear alguna calle de la ciudad:
“que me canso de ser hombre/ sucede que entro en las sastrerías/ y en los
cines/marchito, impenetrable, como un/cisne de fieltro/navegando en una agua de
origen y/ ceniza.” Así como el poeta chileno Pablo Neruda se fastidia de ser
hombre uno se aburre un poco de esa poesía de metáfora y renglón vertical, se decepciona
un tanto de esa poesía de a cucharadas en versolibre y comadreo de la
cotidianidad cabalgando el símil.
Las
vanguardias literarias del siglo XX (el futurismo, el dadaísmo, el surrealismo,
etc.) realizaron experimentos visuales y grafológicos con el poema como
intentando sacarlo de su extenuación estilística. El invento no era nuevo, no
obstante si era pintoresco y contenía entre las uñas ese impulso irreverente,
esa búsqueda de la sorpresa y lo creativo al utilizar las palabras como signos
plásticos, al ensayar con distintas tipografías para llegar al hueso de lo
lúdico. Un experimento que intentaba fusionar lo visual y lo espiritual (e
incluso lo sonoro) a una poética a medio camino entre el arte pictórico y la
escritura.
En
nuestro país la poesía visual tiene buenos exponentes entre los cuales se
podría mencionar a Franklin Fernández, Erro (alias Ender Rodríguez), Ramón
Ordaz, César Seco, Keyla Holmquist. Cada uno a tientas y por separado ha
explorado las posibilidades de la poesía con esas metáforas creadas desde de la
mirada y en la que el poema salta de sus goznes, se aleja de la poesía escrita
en columna para desparramarse en la página como un hormigueante (y bullicioso) enjambre
de palabras y códigos hasta
desorganizar/desplumar de una vez por todas al poema repleto de atardeceres,
crepúsculos, flores y esos “cisnes unánimes” que escribiera el inevitable Rubén
Darío.
Keyla
Holmquist es una poeta que se aparta mucho de las etiquetas y cruza las
fronteras, es una especie de exploradora de los nuevos territorios de la
palabra poética y de eso que llaman poesía
visual, del arte postal y del performance literario que mezcla las artes
visuales con la palabra escrita. No es una poeta del común y es exacta la
descripción que hace el escritor Alberto Hernández: “Keyla Holmquist es una
artista que se hace poeta a cada instante. Poeta desde la mirada hasta la
palabra que emerge triunfante de su boca. Observadora, silenciosa, rebelde,
dura a veces, tierna muchas veces, esta mujer/poeta se sabe cotidiana en sus
afanes, extraña en su escritura y aérea en la búsqueda ceremonial de la
eternidad”.
La
poesía como ceremonia, como ritual más allá de las palabras, de esa metáforas
que como bisturí cortan el aire de lo cotidiano reinterpretando el mundo
anodino de todos los días con una visión fresca de lo poético. Para Keyla tanto
los objetos como las palabras poseen un sentido simbólico, un umbra de asombro
que busca inquietar al lector, sacarlo de su comodidad literaria y
proporcionarle nuevas herramientas para encontrar poesía en los sitios y
objetos más inesperados.
Quizá
esto escrito así sea un tanto enrevesado. Quizá lo mejor es ver/leer algunos
poemas de Keyla para ir aclarando un poco el panorama:
La especial delicadeza de este poema visual no necesita más
palabras para hacer sólida una visión singular de lo poético; de un universo
metafórico que proporciona a los objetos (y a las palabras) no sólo una fusión
armónica, sino que trasmite el sentido de la belleza sin afeites ni trucos de
poeta de feria que abunda mucho por estos barrios.
Los objetos en algunos textos
poéticos sirven a Keyla como soporte de las palabras y en esta raras simbiosis
el poema cambia por completo la percepción lector/espectador:
En Keyla el viejo invento del
caligrama, y que popularizaron Guillaume Apollinaire y Juan José Tablada, adquiere
un sutil giro:
En Rimbaud
hubo un anhelo que el mismo narra cuando
escribe: "Procuré inventar flores nuevas, astros nuevos, carnes nuevas,
idiomas nuevos. Creí adquirir poderes sobrenaturales. ¡Y bien, debo sepultar mi
imaginación y mis recuerdos!". Sin duda todo poeta cree tener estos
poderes inexplicables, pero la vida con sus lecciones, en ocasiones crueles, va
equilibrando las cargas y el poeta que lo es de verdad reconoce sus limites y
sólo intenta crear vínculos desde la palabra poética, puentes inesperados para
cruzar los abismos de la imaginación y los recuerdos:
Keyla intenta desligarse de las
fronteras existente entre la pintura y las palabras; desechar las alambradas
entre objetos y palabras para festejar lo poético desde lo visual sin perder lo
irónico ni lo estético y subrayando la feminidad sin concesiones:
Retomando
estos de los objetos en los poemas de Keyla es necesario acotar que no realiza
bricolajes con los objetos (como lo hace Franklin Fernández), sino que emplea
el objeto como soporte e incorporándolo al lenguaje como un signo más; por
supuesto un signo bastante singular con sus contornos y su especificidad
definidos:
En la serie de poemas titulados Cartas de amor, el objeto participa de
esa correspondencia amorosa (un plato y una cucharilla repleta con sopa de
letras, un envase, etc.) como una línea que le agrega a estas cartas-poemas un
sentimiento inédito sin caer en la cursilería ni en el melodrama ya que los
objetos aportan un poco de humor, con toda su cotidianidad a cuesta, a algo tan
profundo como el amor:
Candela Vizcaíno ha escrito: “La
poesía visual no se hace para ser declamada (oída) como la tradicional, sino
que necesita un soporte impreso, dibujado o pintado. Se vale de formas e
imágenes que se entremezclan, a veces, con las palabras. Se conoce también como
poesía concreta. Y toda ella es una amalgama de artes y fórmulas diversas, a
veces hasta supuestamente contradictorias”. Y esto es precisamente lo que
interesante de la poesía visual que busca ser un ejercicio pleno de la palabra
y las artes donde el ojo y el espíritu coincidan para, como escribe Vizcaíno, “trate
de abrir una puerta oculta del inconsciente con una simple mirada, de un
vistazo, de un golpe. Quiere ser aparentemente sencilla en su rabiosa
complejidad”.
Los poemas de Keyla cumplen con esa
premisa: sencillez compleja y sin complejos ni pruritos. Cada poema es un
intento de borrar las fronteras entre arte visual y arte escrito:
Guillermo Sucre escribió: “Ya es
bueno decirlo: el mundo no es sólo realidad sino también experiencia. Y la
experiencia del poeta es sobre todo verbal. Es obvio que puede nombrar las
cosas, pero, al hacerlo, está tratando en primer lugar con palabras. Esas
palabras, a su vez, no expresan al mundo, sino que aluden (interrogan, ordenan)
a su experiencia del mundo. Lo que es distinto y más preciso. La verdadera
originalidad, así como la intensidad, no reside en lo nombrado sino en la
manera de nombrarlo; no está en lo visto sino en la manera de verlo”.
La poesía visual es una manera de
nombrar y ver al mundo, pero es también una requisitoria sobre la poesía, sobre
sus mecanismos creativos y sobre esa relojería precisa, sobre esa carpintería
de ordenamiento del lenguaje y que antaño se llamaba inspiración. Eso podría
ser también la poesía visual: un carromato de quincallería exótica. La vida,
desde ese armatoste que avanza, puede ser sólo un instante que pasa, un sueño
inútil que edifica pasiones, un soliloquio de nervios tensados, un silencio
acobardado en un objeto.
El trabajo poético de Keyla es una contienda sempiterna con
las formas tradicionales de la poesía y es al mismo tiempo una invitación para
descubrir la belleza desde la lectura y la mirada, desde ese ámbito en cual el
lector/espectador también comience a crear. La poesía visual es una posibilidad
a pensarse desde el poema como acto creador y como creación extravagante que es
un reto abierto a muchas posibilidades. Por eso estoy convencido que Georg
Christoph Lichtenberg concibió un poema visual cuando escribió: “Un patíbulo
con un pararrayos.”
0 comentarios:
Publicar un comentario