domingo, 20 de noviembre de 2016

Miranda como motivo y actor literario




JOSÉ CARLOS DE NÓBREGA

1.- Miranda según Téllez.



El ensayista Pedro Téllez acaba de publicar “El Diario de Viajes de Francisco de Miranda” (2016), un volumen que por fortuna trasciende el formato académico para consolidar una propuesta escritural propia e incluso afín a la del Generalísimo. Por ejemplo, Téllez es de los pocos que incluye a Miranda en el panorama literario venezolano y latinoamericano de todos los tiempos [Arturo Uslar Pietri, Pedro Henríquez Ureña y Sánchez-Barba son sus antecedentes de excepción]. Alega que el Diario mirandino se inscribe en la anti-literatura, pues su austeridad estilística justifica la configuración de un “objeto enciclopédico” de contrabando: Tenemos la mixtura o fusión de la crónica de viajes, el registro etnográfico, el coleccionismo compulsivo del entomólogo y el filólogo, el picante relato oral, la crítica estética y la de costumbres.

Sólo que el Miranda viajero y memorialista se desplaza a contracorriente del cronista de Indias o del intelectual romántico como Goethe: Este blanco de orilla [proveniente de la periferia] posa sus ojos mestizos en el Centro occidental del Poder [Francia, España, Rusia o el Imperio en ciernes que era entonces Estados Unidos] para encaminar su pulsión emancipadora. Detrás de las notas escuetas de este “Agendario”, contentivas del hastío galante y diligente, se esconde un Proyecto de liberación de la América Latina, cuyo aliento visionario y vanguardista calza con el grado cero de la escritura y, mejor aún, con la objetualización del pensamiento complejo de Don Francisco. Claro está, Téllez comenta que nuestro prócer enarbolaba una bandera libertaria que se movía de lo intelectivo a lo militar: “Miranda diferencia por tanto entre la opresión física y la intelectual que sería más cruel”. Además de precursor y mentor de la Independencia, tenemos a un escritor de raza difícil de catalogar: Proto-ensayista como Bolívar y Simón Rodríguez, memorialista al igual que el duelista Rufino Blanco Fombona y el aventurero Rafael de Nogales Méndez.

Buceando en la Teoría de la Recepción para generar una ágil y vivaz glosa ensayística, el comentarista hace de las suyas al observar que de la cotidianidad del diarista se desprenden paradójicamente pasajes que conmueven, reconfortan y despiertan el morbo lector: “Interesa literariamente su Diario de Viajes por el fluido de paseos, comidas, coitos, más que las notas históricas con ‘h’ mayúscula, memoriales y reseñas de acontecimientos de gran repercusión”. Precisamente, Pedro Téllez destaca más adelante que el monumental diario de Miranda no sólo vivencia y toca de lleno el siglo de las luces, sino también le da sentido totalizador a su vida heroica y fabulosa, al punto de dibujar un intervalo brillante con un extremo cerrado y otro abierto. El autor de “Colombeia” realiza en el Diario un peculiar vaciamiento de su espíritu romántico cercano a Byron y Goethe, sin cortarse las venas ni diciendo toda la verdad que es un desangrar del corazón, tal como nos lo enseña hoy Gracián. Esta aproximación cómplice y familiar a Francisco de Miranda, se agradece también porque cuenta con una Galería de fotos, catálogos, reproducciones y grabados que allanan plácidamente la mirada curiosa, voyerista y concupiscente de los lectores por venir.

2.- Miranda según Miranda.

La Biblioteca Ayacucho, en su colección “La Expresión Americana”, nos ofrece en versiones física y digital su “Diario de Moscú y San Petersburgo” (1993), cuya selección y presentación estuvieron a cargo de Oscar Rodríguez Ortiz. Comprende el intervalo temporal que va del 11 de mayo al 6 de septiembre de 1787. El Diario, por obra y gracia del compilador, pareciera una extraña novela policial o de espionaje: El Tour ruso de Miranda va en pos de la Emperatriz Catalina II, cuyo recorrido se ve favorecido por aliados como el Príncipe Potemkin e importunado tanto por la Inquisición española y sus agentes como por las envidias y hablillas de la Corte. Nuestro protagonista y autor, sublima y diversifica el móvil de su empresa caballeresca: la solicitud de ayuda financiera para la causa independentista de América, la admiración agradecida y el solaz lúbrico con la matriarca real. Por otra parte, Francisco Herrera Luque en “La Historia Fabulada. Segunda Serie” (1982), escribió una radionovela que registra el trío amoroso entre Miranda, una horrible Catalina y la púber Colombeia que lo seduce y enguayaba. La épica mirandina hecha escritura autobiográfica, descuelga años después textos diversos y paradójicos.

Este diario puntual de Miranda ratifica la condición de crónica de Indias a la inversa: Sacudirse el yugo colonial implica conocer, catalogar y cautivar a Europa. Se vale tanto de una indagación antropológica en la formalidad y el boato de los usos cortesanos, como del magma informal y despojado del lenguaje. El marginado político, religioso y social, no en balde su extraordinaria cultura europea, nos ofrece la perspectiva insólita, heterodoxa y crossover de un latinoamericano en el exilio. En esto antecedió a voces como las de Julio Cortázar, Alejo Carpentier y Carlos Fuentes. La objetividad del sociólogo va de la mano cómplice con el vuelo cachondo: La crítica estética, los comentarios mordaces a las instituciones y la arquitectura, además del asombro conmovido ante el paisaje de la Gran Rusia, atracan por vía de un ritmo telegrafiado y trepidante en los coitos furtivos provistos por sirvientes bribones. La jornada unas veces cierra lacónica y lánguida [“A casa fatigado”] y en ocasiones corona con una apetitosa presa [“A casa y me trajeron una mala moza con quien dormí y chapé cuatro veces en la noche, cosa muy extraordinaria para mí”]. Indudablemente, los Diarios de Miranda desprenden un encanto objetual sin igual: Poseen el rigor de los catálogos artísticos y los inventarios palaciegos, la riqueza artesanal numismática y la bibliofilia que acaricia con la mirada y el entendimiento los clásicos greco-latinos que donaría antes de morir a la Universidad de Caracas.

Asimismo la sabrosura de la picaresca vertida en los encuentros libidinosos y las bellaquerías de mayordomos envilecidos. Se entiende la consideración atenta a la figura de Pedro I, entre la admiración por la abundante trascendencia de su obra política y el desconcierto por sus desafueros megalómanos. Francisco de Miranda nos deja presenciar a través de un resquicio otra cara mucho más refrescante y enternecedora: Bien se apiade de una enculillada moza virgen a la que no violentó su voluntad, o el feliz desconcierto que le provocaron los campesinos de Viborg ajenos al valor de cambio y consubstanciados con el paisaje feraz como si se tratase de una utopía ardiente realizada en la Tierra.

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