William
Osuna y el poema traspapelado en la esquina
Carlos
Yusti
Colocarle etiquetas a poetas y
escritores no es mi fuerte. Cada creador literario no decide de manera consciente
que derrotero seguirá su escritura, creo que esto se va dando de manera
progresiva, además influyen otros factores como las capacidades intelectuales
del escritor (o del poeta). Su equipaje repleto con los efectos personales de
sus fobias, lecturas y afectos. Buena porción de escritores están marcados por
el espacio en el que dieron forma a su niñez y adolescencia. La escritura es propensa
de impregnarse de todas esas fragancias, de todos esos recuerdos y de esas
vivencias clavadas como una astilla en el devenir de los días.
Al poeta William
Osuna lo han
encasillado como poeta urbano, vaya a saber cual es el significado (o la
connotación) que eso tiene. Lo cierto es que él ha intentado saltar la barda de
las etiquetas desarrollando su poesía, al margen de modas, en un contexto en la
que la ciudad marca su territorio y le proporciona el material ineludible para
su escritura poética. No es gratuito lo escrito por Alberto Hernández:
“Tabernas, callejones, pensiones, aceras, funerales, manicomios, barrios,
oficinas, discotecas: la ciudad y sus órganos vitales son los encuentros de
William Osuna. Cada uno vierte la rebeldía, la soledad y el caos que teje un
paisaje odiado y amado a la vez. La ciudad de Santiago de León de Caracas es
una agresión, también una caricia”.
Como poeta no olvida su orígenes y
en sus poemas queda al descubierto el barrio, la calle, el trapicheo de la
jerga, los amigos y las andanzas que conforman su hoja de vida. La también
poeta Daniela Saidman acota: “Imposible no imaginárselo corriendo detrás de una
pelota de trapo en un baldío de Caracas, volando papagayos o jugando trompo en
una calle empinada de una barriada, con las rodillas raspadas como cualquier
niño travieso…”
En su poesía la ciudad se mueve como
un animal vertiginoso y camaleónico, es algo así como un personaje de novela
con sus tribulaciones y angustias. El río Guaire, que la atraviesa, posee
también su personalidad, su cadencia y el poeta ha captado su sonoridad con perspicaz
oído.
El discurso poético de William Osuna
tiene un acento juglaresco, un tono narrativo que a veces se transmuta en una
crónica que indaga la ciudad vivida desde sus bordes y con todos los sentidos;
esa ciudad que en apariencia es Caracas, pero que muy bien podría ser cualquier
ciudad del mundo.
El libro SAN JOSÉ BLUES 1923 (Monte
Ávila Editores Latinoamericana, 2019), que se ha editado en varias
oportunidades en otras distintas editoriales, está dividido en tres partes: San José Blues 1923, Epopeya del Guaire y Otros poemas. Cada segmento marca un
itinerario que va de lo íntimo/personal a lo político y hacia la ciudad como
espejo que refleja los sinsabores y luchas en ese cuadrilátero de la
cotidianidad siempre sorprendente y sugestiva.
En este libro pueden encontrarse determinadas
claves características de su poética: el poema extenso (legado quizá de sus noctívagas
lecturas a los poetas de la generación Beat). Metáforas que cruzan el paso de
cebra surrealista. Sincretismo musical, que deja sus huellas en cada texto. Lo escrito
por Héctor Seijas es pertinente: “La visión heterogénea y heterodoxa de la
ciudad le permite a William Osuna la conjugación de registros verbales cuya
esencia y fortuna son la expresión de modalidades y estilos musicales que
comprenden la nostalgia del tango (Gardel), el grito contestatario del rock (Woodstock),
la balada de amor (Elvis, los italianos), el blues (B.B. King),…” Y como punto
final está esa atmosfera enrarecida de absurdo que el poeta plasma como un
componente sorpresivo e inusual de la
ciudad.
Sus poemas dan cuenta de los amores
y desamores que transitan por las calles, del delirio y la soledad que bajan
por los desagües de esos callejones iluminados de basura y pestilencia. Poemas
que escrutan esa lírica pedestre que se fragua en el bar de mala
muerte; con la fichera de turno narrando los artilugios de la vigilia en esa
penumbra domesticada con alcohol y música de rocola.
En los poemas de William Osuna la
muerte camina por las calles como otro ciudadano de a pie:
la otra noche
un camionero colombiano la vio en un
callejón de Catia
La bombió
contra unos peroles de basura, y tirándole
un collarín
de ajo, le
gritó en fuga: «bien lejos contigo, híjole,
a’ su madre
con ese ajiley». «Será que la muy bacana
no respeta».
William Osuna se encuentra
atrincherado en ese bando de quienes sufren la historia. A pesar de ello trata
de no imprimirle un eco panfletario a sus poemas y en una entrevista confesó:
“…cuando uno trabaja con las palabras, sobre todo en la poesía, las palabras
son multívocas y polisémicas, en poesía es muy difícil que los signos tengan la
referencia inmediata, porque es muy manido, muy panfletario, lo que buscamos es
la altura poética, pero que contenga las admoniciones que uno pueda tener ante
las injusticias,…”
Todo lo que
disfruté quedó en un zanjón.
Estas imágenes
vinieron conmigo.
Veo en la calle
que va a Palacio,
la ceremonia de
los huesos. A un país vuelto cero
en polvo
en las
despensas de la mala calle. En un aro de humo
a los
desempleados comerse los cables
sobre el
basurero de los días.
A los manes de
mi ciudad venidos de la sombra
estrangulados
por los cuatro límites.
A los que se
censaron en los grandes partidos
Acumulando
fangos y el espejo les devolvió hocicos
de cerdo
mientras reían
frente a un teatro clausurado.
(Fragmento:
Piedra vieja[ I ] )
La jerga de la calle subraya en el
poema ese diálogo con el otro sin ese cincelar de la metáfora en busca de la
belleza y del verso cocinado en el fuego de los días y no con el diccionario y
la gramática:
Piedra Vieja,
estoy enculebrado, las chicas de la
avenida
Roosevelt
me olvidaron.
Ayer frente a las puertas de la altiva
ciudad,
vi cómo el
polvo había disipado con todos los hierros
los amores que
perdí.
Mis poemas
fueron inútiles.
Ninguno abrió
las puertas del Reino.
(Fragmento:
poema Piedra vieja[ I ] )
Sus lecturas se incorporan en su
discurso poético y todo viene atado con ese ritmo del frenesí mordiente:
…en este barrio
iluminado
como lujoso
burdel de los años 50
dije mis
canciones
aquel poema de
Pavese
que tanto me
gusta
cuando voy en
los toneles
de la ebriedad
mis ganas de
voltear mesas
a un lado del
camino
mi tronco
político
aquí siempre
tengo 13 años
y a unos amigos
que
Buendianamente perdieron
todas sus
batallas
(Fragmento: poema Discurso
preparado por el escribano cuando los castaños-El cementerio cumpla su primer
milenio)
En ocasiones el poema es vaticinio
crítico, una visión del futuro que le espera a un poeta pasado de moda.
Aguijoneando al poema breve y esos inconfundibles ademanes prestados del haiku:
En este verano
se impondrán los poemas cortos,
seis dedos más
arriba de la rodilla con chivita
fu-manchú, hilo
chino de la mejor especie y
variaciones de
rombo japonés.
Aún así no
cambiaré ni el ruedo.
Trotaré por la
ciudad entre restos de basura
y picos de
botellas de espaldas al porvenir.
Seré como aquel
disco tapablanca de los Beatles
que nadie
escucha. Me guardarán en el sótano
como un viejo
patín. Nadie bailará conmigo.
Celebraré al
caballo, al perro y a la rueda.
(Fragmento: poema Modas)
Retuerce la metáfora hasta sus
extremos chirriantes, busca sacarle el jugo de todas sus posibilidades; le da
muchas vuelta de tuerca a las palabras, hasta encontrar la imagen en su
explosión disonante:
Famosas fueron
mis borracheras
en el Billy’s.
Famoso el sueño
de Geraldine
donde sus
bucles
crecían como
tornillos mohosos
y ¡Dios! ella
entera
se convertía en
una flor hidráulica
que germinaba
en medio de la noche.
(Fragmento: poema El desalentado)
Los poemas de encuentro/despedida a
su madre son los más logrados de este libro. Son algo así como un canto
elegíaco, pero bastante alejado del sentimentalismo tosco y si muy cerca del
poema escrito en ese baldío sereno del dolor.
Un poeta como Willian Osuna es un
transeúnte que merodea por la locura inyectada en la ciudad, es un despistado
que vaga por callejas inhóspitas buscando el poema en cada recoveco que la
ciudad le ofrece. Se pierde en el estrepito del asfalto como buscando esquivar
la jauría de escritorios de las oficinas que buscan devorarlo en el papeleo
burocrático, donde la poesía es negada para privilegiar la cifra, la letra
pequeña, el tragaluz del empleado del mes.
El poeta como juglar y ciudadano (junto
con sus poemas, se entiende) se ha traspapelado con la ciudad, con la esquina
del barrio, con el olor de hollín y monóxido que respiran las calles. Tararea,
sin rumbo y en solitario, viejas melodías mientras su espíritu va elucubrando
en silencio la metafora que lo redima o que salve a esa ciudad dibujada en sus
pupilas. No tiene punto de contacto con esos poetas, trajeados de normalidad y
peinados como los primero de la clase, redactando el poema de lenguaje impoluto,
sin faltas políticas ni ortográficas, ni requiebros justicieros: el poema de
belleza gramatical inexpugnable.
En lo personal me gusta la poesía de
William Osuna debido a ese tono irredento y barriobajero, me cautiva ese leimotiv
de música popular que se filtra entrelíneas en muchos de sus poemas. Me anima
esta poesía hecha desde la ternura y la rabia, mientras los politicastros de
siempre van de gatopardianos vendiendo utopías al mayoreo.
La ciudad escribe el poema, relata
la tragedia, narra el absurdo y la comedia. El poeta es apenas el escriba que
anota en la servilleta del bar esa brumosa e imprecisa metáfora que pasa por la
calle en volandas. El poeta con prontitud intenta atrapar ese celaje que se
aleja para escribir ese poema sin horario ni constelaciones; para darle
oportunidad a ese poema que coloque todo de cabeza y que a su vez también lo
perturbe, que lo zarandeé un poco hasta
arrastrarlo a ese hueco de la perplejidad y la belleza, en este tiempo con veda
de musas y la inspiración jubilada.
Octavio Paz escribió que “el poeta
desaparece detrás de su voz, una voz que es suya porque es la voz del lenguaje,
la voz de nadie y la de todos”. La voz de William Osuna se pierde en esa
espiral de voces que circulan por la ciudad o que se escriben en sus paredes.
La poesía de William Osuna le dice al lector que la ciudad puede leerse y de
algún modo ésta también nos escribe. La ciudad como artefacto y el poema como
llave (o herramienta) para descubrir sus infiernos, sus bellezas ocultas, sus
revelaciones y esa singular estética que la moldea. La poesía de William Osuna
le da un rasgo de prestancia a la ciudad, la convierte en un mito, en un canto,
en un ave que vuela, en una barriada que asciende desde la calle a lo azul,
donde la Luna semeja un decorado de utilería.
Me interesa ese desenfado de la
metáfora desencuadernada con una belleza perturbada haciendo equilibrios en el
alambre de los versos, pero con un pulso creativo preciso y sin medias tintas.
Algo feroz se pasea por esta poesía de William Osuna; solo espero que ahora
cercano al Poder, con su oficina a cuesta, no deje la perversidad de su verbo y
que no se aquiete el tigre de su escritura por eso que él mismo ha escrito: “es
menos perverso el tigre/encerrado en la quietud de sus rayas”.
William Osuna
Obtuvo en 2007 el Premio Nacional de Literatura. Ha dirigido el taller
de poesía del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, Celarg
(1981), y el taller de poesía de la Casa de la Cultura de Maracay (1982). En
1985 coordinó un plan de alfabetización en el barrio Los Erasos, en Caracas, y
entre 1991 y 1995 impartió la cátedra de poesía en la Universidad
Metropolitana. Ha publicado Estos 81 (1978); Mas si yo fuese
poeta, un buen poeta (1978); 1900 y otros
poemas (1984); Antología de la mala calle (1990 y
1994); San José Blues + Epopeya del Guaire y otros
poemas, y Miré los muros de la patria mía (2004).