Diego Rojas Ajmad
La obra
narrativa de Francisco Arévalo es el retrato vivo de una época, el testimonio
de un explorador que se permite ser parte del relato y se queja de la plaga,
del viaje y de las bárbaras costumbres del lugar, sin preocuparse por la
objetividad que le exige la descripción etnográfica.
@diegorojasajmad
La pecera de los bagres, editada este año por Estival,
es el título de la más reciente novela de Francisco Arévalo. En ella se nos
ofrece un crudo lienzo de las relaciones humanas que, a la manera de Balzac y su Comedia humana, constituye un
proyecto de escritura de largo aliento que se va hilvanando en el conjunto de
toda su obra.
Con
anterioridad, ya en sus novelas La esquizofrenia
de las golondrinas (1999, Premio Fundarte),
Adiós, Matanzas de invierno (1999),
Tropiezos en el campanario (2008, Premio IV Concurso Nacional de Literatura
Alarico Gómez) y Háblame, háblame,
Iolanda (2014), Arévalo ha venido presentando una serie de personajes e
historias que, puestos en el contexto de Ciudad Guayana, terminan por hacer un
entramado de las vicisitudes que se sufren y se gozan en estos parajes de hormigón, como gusta llamar el escritor a esta
sofocante urbe.
Es posible
extraer de las novelas de Arévalo una expresión y técnicas recurrentes: un
estilo caracterizado por la escritura en primera persona, por la presencia de
una voz protagonista que rememora episodios y anécdotas que va tejiendo con la
crítica agria y destemplada hacia la sociedad, desde un lenguaje áspero,
directo, lleno de referencias literarias, musicales y artísticas. Con respecto
a ese lenguaje combativo, del que se desahoga sin andar midiendo consecuencias,
uno de los personajes de La pecera de los
bagres dirá: “con el lenguaje hay que arriesgarse porque es un todo y es lo que
dicta el actuar”.
Podría decirse
que la ciudad es el personaje central de la historia. Aunque en la llamada
novela de la tierra de principios del siglo XX, y luego en la novela urbana,
los personajes eran presentados como víctimas de su contexto, marionetas de la
selva, la ciudad o el llano, en La pecera de los bagres es la urbe en cambio el
despojo de los filibusteros de traje y corbata: “Estamos entonces claros que
esta novela es el drama de una ciudad aparentemente normal donde no parece
suceder nada y sucede de todo. Esta ciudad es un botín disfrazado de progreso”.
Por ello veo a
la ciudad de La pecera de los bagres
como una sabina en rapto, como hija del Cid en afrenta, como personaje femenino
de una novela romántica del siglo XIX que languidece de abandono y de
tuberculosis; en fin, como una urbe martirizada. Casi rozando la denuncia del
libelo, del panfleto y del ensayo sociológico, pero sin caer en sus tediosos
párrafos, Arévalo no ahorra en adjetivos y cuenta sin ambages este ultraje:
“...esta ciudad de enmascarados, de bagres come excremento como describió
Fabricio a los actores cotidianos de esta provincia latosa y asfixiante que se
construyó con cimientos de miseria humana. Los que hicieron esta ciudad se
trajeron su mal accionar y se lo sembraron a sus descendientes. Por eso no
servimos para mucho, no somos mejorcitos ni seremos. Sufrimos del mito, diría
del complejo de Sísifo, la piedra que se regresa en este caso como castigo es
la mala intención sembrada como verdolaga y el no tener remedio, estamos más
jodidos de lo presupuestado”.
A pesar de que
su lectura puede llevarnos a concluir lo
contrario, La pecera de los bagres no es una novela pesimista. No es
tampoco un libro de autoayuda que nos trata de convencer de que todo puede ser
distinto y mejor. Allí no se pretende el manifiesto político ni el tratado
existencial. No se convierte tampoco en una lección moral de lo que debe ser la
sociedad ni un nuevo Manual de Carreño. Ni desamparo ni esperanza. Ni regaño ni
ajuste de cuentas. La obra narrativa de Francisco Arévalo es el retrato vivo de
una época, el testimonio de un explorador que se permite ser parte del relato y
se queja de la plaga, del viaje y de las bárbaras costumbres del lugar, sin
preocuparse por la objetividad que le exige la descripción etnográfica.
No dudo en incluir La pecera de los bagres en
la tradición de la novela de denuncia, en las obras que practican el oficio de
la incisiva mirada escrutadora, en la literatura
cruel, como la llamó alguna vez Miguel Ángel Campos, y donde pueden incluirse a
autores como Miguel Eduardo Pardo, Pío Gil, Manuel Vicente Romerogarcía y
Argenis Rodríguez, entre otros, como persistentes voces de crítica e
inconformidad ante las injusticias y apariencias. En las más de quinientas
páginas de la novela se desnudan las bajas pasiones de los habitantes de la
ciudad y ellas sirven de espejo para que cada uno de nosotros se encuentre y se reconozca. La pecera de los bagres
es, para usar el título de una inolvidable canción de un músico argentino, una polaroid de la locura
ordinaria, y el mayor peligro que podemos correr al leer sus páginas es
encontrarnos en la terrible imagen de una selfi indiscreta.